A partir de un incidente real ocurrido en Detroit a finales de los 60, Kathryn Bigelow habla de racismo y de pasividad socialEn el guionista y periodista Mark Boal, Kathryn Bigelow ha encontrado algo así como una voz afín, un impulso creativo complementario al suyo que, a través de una visión muy seca, muy cruda, de la historia estadounidense, le ha permitido explotar definitivamente como creadora con obras tan interesantes como En tierra hostil, La noche más oscura (Zero Dark Thirty) y la que ahora nos ocupa, Detroit.
La película no es un cambio de registro para ambos únicamente porque se trate, por primera vez desde que empezaron a colaborar, de una historia de época en la que, además, no abordan el género bélico –si bien esa afirmación es relativa: Bigelow refleja los disturbios raciales que se produjeron en Detroit en 1967 prácticamente como si fuera una guerra a pequeña escala–.
Lo es, sobre todo, porque, después de haberse centrado en sendos protagonistas, el sargento William James (Jeremy Renner) y la analista Maya (Jessica Chastain), obsesionados por su trabajo hasta el punto de ser incapaces de integrarse en la vida civil, aquí despliegan una narración mucho más coral en la que, a través de sus (múltiples) personajes, hablan sobre la pasividad, sobre la falta de implicación, y sus posteriores consecuencias.
Los incidentes que el largometraje narra casi en clave de horror son derivación de un desgraciado encadenamiento de circunstancias, pero también, al menos según Bigelow y Boal –que realizan un evidente paralelismo con la actual situación de su país–, por la insolidaridad y la cobardía de aquellos que podrían haber hecho un gesto y no se atrevieron.
Detroit arranca con una secuencia animada –en la que la directora emplea una técnica similar a la que daba forma a su cortometraje Last Days– que incide en las raíces de la discriminación racial en Estados Unidos, y que deriva en el sustrato emponzoñado, insoportable, sobre el que Bigelow construye su relato.
Lo realmente terrible de lo que vemos en pantalla no es la violencia en sí, sino que, mal que nos pese, podemos llegar a empatizar con los gestos de cualquiera de los bandos: todo ello está relacionado, al fin y al cabo, con toda una interminable cadena de segregación y de desencuentros que va retroalimentándose hasta tensar la situación más allá de lo insoportable, llevando a sus personajes –en lo que, de nuevo el filme conecta con el género bélico– a unos extremos impensables del comportamiento humano.
Bigelow entrecruza su reconstrucción de los hechos con imágenes documentales para desdibujar los límites entre lo real y lo ficcionado. De hecho, Detroit es casi materia de pesadilla, un territorio onírico al margen de nuestra realidad cotidiana que nos devuelve el reflejo egoísta, violento e insolidario respecto a lo que creemos ser.
Si ha resultado ser un sonoro fracaso en Estados Unidos es, sencillamente, porque profundiza en heridas –raciales y racistas, como evidencia el resurgimiento de la ideología nacionalsocialista en su seno– que distan mucho de estar curadas, y que siguen taponando la evolución de una sociedad construida sobre su (teórica) capacidad para asimilar otras culturas.
El metraje del filme se aproxima a las dos horas y media no únicamente porque Bigelow y Boal quieran explorar las secuelas –judiciales o no– de lo narrado: también porque, pese a la coralidad del relato, acaba escogiendo a uno de los personajes principales, el cantante soul Larry Reed (Algee Smith), como una especie de brújula moral para el público.
La manera en la que, en los últimos compases de la historia, se desmorona su hedonista visión del mundo, infectada por el miedo y por los remordimientos, funciona para los responsables de Detroit como un aviso al navegante para la deriva que está tomando su propia sociedad.
Ficha Técnica
Título original: Detroit
Año: 2017
País: Estados Unidos
Género: Drama
Directora: Kathryn Bigelow
Intérpretes: John Boyega, Will Poulter, Algee Smith, Jacob Latimore, Jason Mitchell, Hannah Murray