Una parte consiste en encontrar tiempo para silenciar tu mente y pensar
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Uno de mis recuerdos favoritos de la universidad es deambular por el campus ya entrada la noche, cuando todo estaba callado y las estrellas y las farolas proyectaban extrañas sombras por esos terrenos bien conocidos.
Por entonces tuve mis mejores reflexiones y con frecuencia me detenía a garabatear notas para algún trabajo o unas frases poéticas.
Por supuesto, como milenial que soy, llevaba mi móvil conmigo… pero todavía no tenía conexión a Internet. Facebook estaba en pañales todavía, los medios sociales empezaban a emerger, así que salir a pasear (o incluso desplazarte de una clase a otra) implicaba desconectarte del naciente mundo tecnológico.
No he podido evitar acordarme de aquellas noches al leer este artículo de Open Culture sobre la saturación de información.
Moshe Bar y Shira Baror, de la Universidad Bar-Ilán, emprendieron un estudio para medir los efectos de la distracción, lo que llaman “carga mental”, “pensamientos extraviados” y “rumias obsesivas” que ponen la mente patas arriba con información y cabos sueltos.
Nuestra “capacidad para el pensamiento original y creativo”, escribe Bar en The New York Times, “se ve notablemente impedida” por una mente atareada. “La mente abarrotada”, escribe Jessica Stillman, “mata la creatividad”.
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Volviendo la vista atrás, me di cuenta de que esos recuerdos de paseos nocturnos están un poco sesgados por la perspectiva.
Recuerdo el campus tranquilo, casi silencioso, pero eso era imposible. Siempre había gente fuera, incluso en mitad de la noche; y aunque no hubiera, nuestra universidad estaba al lado de una gran autovía. Había tráfico constante, sonidos de pitidos y de camiones que pasaban embalados.
El silencio que recuerdo no era una percepción física, sino un silencio mental. Era el silencio de una mente tranquila, razón por la cual, irónicamente, pude reflexionar como nunca después.
Por supuesto, parte de la carga mental que llevo en la actualidad es inevitable, es parte de la vida de madre. Pero mucho de ese alboroto es justo eso: ruido.
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Cuando hago una pausa para almorzar o para tomar un café, cojo el teléfono y navego por Facebook o leo titulares. Leo artículos interesantes y entro en hipervínculos prometedores.
Ahora sé un montón de cosas, sobre antibióticos medievales y niños verdes y la función de Prusia en las leyes francesas pro-maternidad. Pero toda esa información solamente es… información. No hago nada con ella.
Tampoco anoto ya esbozos poéticos. Pensaba que ya se me había gastado la poesía, pero es posible que este no sea el caso en absoluto.
Quizás esos medios poemas y rimas rítmicas se han ahogado entre tanto ruido y demasiadas madrigueras de conejo de Wikipedia.
No digo que Internet sea algo maligno. Creo que me encantará Wikipedia hasta mi último suspiro. Pero es innegable que mi creatividad se ha desplomado a medida que ha aumentado mi tiempo en línea.
Echo de menos aquellos tiempos en los que mi mente estaba en calma y todavía tenía espacio libre para pensar.
Es suficiente como para hacerme querer tener una disposición más consciente sobre mi consumo de información.
Resulta absurdo fingir que puedo desconectar completamente o arrojar mi móvil al océano… Internet es demasiado esencial para la vida moderna.
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Pero vagar por los sitios web no tiene por qué ser un acto mecánico. La próxima vez que me tiente hacer clic en un artículo interesante, merece la pena reflexionar sobre si quiero entrar por aburrimiento y por hábito o por curiosidad genuina. Y quizás entonces apague el teléfono igualmente y me vaya a dar un paseo… sin llevarlo conmigo.
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