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“¡Odio a los turistas!”… Pero, ¿por qué?

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Marcelo López Cambronero - publicado el 12/08/17
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Hay que articular estrategias para atraer a un turismo sostenible Se suceden los ataques contra intereses turísticos en todo el mundo. En Barcelona unos jóvenes encapuchados pinchan las ruedas de un autobús. En el barrio de Kreuzberg (Berlín) algunos bares cuelgan un cartel en la puerta: “No se sirve a turistas”. En Hong Kong se palpa el rechazo a la enorme masa de visitantes de la China continental. En Venecia los vecinos se manifiestan con maletas en la mano, simulando que se ven obligados a marcharse. En México se cierran las playas de las Islas Marietas por exceso de excursionistas… ¿Qué está pasando?

Para entenderlo hay que mirar a dos tipos de conflicto diferentes: por un lado el alza de los precios en determinados barrios y, por otro, los problemas de convivencia.

Si queremos alquilar un piso de dos habitaciones en el centro de Palma de Mallorca encontraremos dos precios bien distintos. Si lo que buscamos es una residencia habitual el precio raramente superará los 1.000 euros, pero si lo que buscamos es un lugar para pasar las vacaciones es difícil dar con algo similar por debajo de los 2.500. Los propietarios lo tienen claro: dedicar sus inmuebles a los turistas es mejor negocio. Cada vez hay menos pisos para los residentes y los que hay son más caros.

A poco más de 100 kilómetro de Palma se encuentra Ibiza. Allí es prácticamente imposible encontrar un lugar para instalarse. Los vecinos observan con asombro cómo les suben los alquileres una y otra vez y muchos tienen que irse. Los desahucios por impago de arrendamiento triplican a los lanzamientos por deudas hipotecarias. El año pasado rescindieron sus contratos seis médicos del único hospital público. La Policía Nacional apenas consigue cubrir el 50 % de sus plazas. Los profesores se niegan a trasladarse a la isla. Vivir allí es demasiado costoso.

La convivencia también se hace muy difícil. El estridente ruido que hacen las ruedas de los equipajes, las fiestas nocturnas dentro de casas vecinales, la ocupación de las calles. También está el turismo de larga duración: jóvenes adinerados que quieren vivir un tiempo en algún barrio cool de Ámsterdan, Roma o Granada, como si esa experiencia temporal les fuese a transmitir la esencia del lugar… y que modifican el ambiente, los locales, la vida del lugar.

El resultado es que el centro de las ciudades de moda se convierte en una especie de parque temático. Las carnicerías, panaderías y bares se transforman en sitios veganos, restaurantes de alta gama y las mil y una veces repetidas tiendas de recuerdos.  Las calles se llenan de “extras”, una población flotante que cambia el entorno y contribuye a la destrucción de las comunidades locales. Los centros se vacían de residentes y, al mismo tiempo, se llenan de turistas.

En ningún caso está en nuestra cabeza justificar el uso de la violencia que hemos visto en estos días. Es, además, una estrategia muy estúpida, porque no comunica las razones del descontento y hace parecer que los afectados son gente radical y carente de criterio. Sin embargo, el problema es real y afecta sobre todo a los más pobres, a los ancianos con pocos recursos, a las familias: son los primeros que deben abandonar el lugar en el que viven, a sus vecinos y amigos.

Los discursos maniqueos no ayudan. Tenemos que entender las raíces de este conflicto y articular estrategias para atraer a un turismo sostenible que no convierta el centro de las ciudades en desiertos, expulsando a los residentes.

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