Un concepto casi siempre incomprendido
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La castidad es una palabra casi siempre incomprendida, más aún subestimada y ridiculizada, sobre todo porque se confunde con la abstinencia sexual, con el celibato. La etimología nos sugiere que es casto (castus) aquel que rechaza el incesto (in-castus). El incesto ocurre cada vez que no se vive la distancia y no se respeta la alteridad, que no es sólo una diferencia. No es casto quien busca la fusión, el apego, la posesión: signo de esa búsqueda es la agresividad que, en estos casos, fácilmente se enciende y se manifiesta.
La sexualidad – estoy convencido más que nunca después de una vida vivida observándola, contemplándola, viviéndola en la paz y en la fragilidad – está en el espacio del don, porque requiere dar y recibir y se coloca siempre en la relación entre los dos sujetos. La sexualidad no se reduce a la genitalidad y, por lo tanto, la capacidad de don y de acogida es más amplia de la que se lleva a cabo en la genitalidad: invierte, de hecho, a toda la persona y sus relaciones.
Por eso, la sexualidad es algo bueno y bello, pero su uso puede ser inteligente o estúpido, amante o violento, vinculado al amor o simplemente a la pulsión. La sexualidad nos impulsa a la relación con el otro, pero depende de nosotros buscar, en esta relación, el encuentro o la posesión, la sintonía o la prepotencia, el intercambio y el compartir o la posesión narcisista del otro.
Podríamos decir que la castidad es el arte de no tratar nunca al otro como un objeto, porque en este caso lo “consume” y lo destruye. Arte difícil y fatigoso, que requiere tiempo: no se nace castos sino por el contrario – digámoslo claramente – se nace incestuosos, y el ejercicio de separación y de distinción nos conduce hacia una subjetividad verdadera y autónoma. La castidad confiere a las relaciones humanas una transparencia que permite a las personas reconocerse en el respeto de su ser más íntimo.
Si piensas en el encuentro sexual de los cuerpos en su desnudez y en la intimidad que se deriva de él. Cuando los cuerpos en la desnudez se encuentran y se entrelazan, se enciende un conocimiento recíproco que no es comparable con el que pueden tener el uno con el otro incluso los amigos más íntimos. Compartir el cuerpo, compartir la respiración, compartir la cama crea una unión que es “conocimiento único”, es – me atrevería a decir, citando a Juan Pablo II – “liturgia de los cuerpos”, es conocimiento de una profundidad única.
Cuando se toca un cuerpo, no se toca algo, sino a una persona, que no es objeto de placer, que no puede ser consumida, sino que es posibilidad de comunión auténtica. Sin esta comunión no es posible la castidad, sino sólo la obediencia a la pulsión, al estro, a la posesión. Escribía Rainer Maria Rilke: “No hay nada más arduo que amarse: es un trabajo, un trabajo de cada día… El amor es difícil y no es para todos”.