Vale la pena lo que construyo: Dios lo veA veces me encuentro con vidas muy ocultas. Escondidas en lo profundo de la roca. Que discurren con un paso tranquilo, sin llamar la atención en ningún momento. Pienso en las vidas de tantos que sembraron amor y esperanza. Pienso en tantas vidas anónimas que sembraron vida con su amor.
Santos anónimos. Tal vez no hacen cosas dignas de ser contadas. No sé por qué, el corazón desea escuchar otras historias meritorias. Llenas de logros. Dignas de alabanzas.
Yo mismo caigo en esa tentación de hombre. Ese mismo deseo de no ser anónimo. Y busco que mi nombre aparezca escrito.
Las grandes catedrales de Europa fueron construidas durante siglos. Muchos hombres se dejaron la vida en esa empresa. Muchos de esos nombres nunca fueron conocidos. Son anónimos.
Cuentan de un hombre que con mucho empeño esculpía un ave sobre una viga que luego sería cubierta por un tejado. Una persona se le acercó y le preguntó: “¿Por qué inviertes tanto tiempo en algo que nadie verá?”. Él respondió: “Porque Dios sí lo ve”.
Muchos de ellos entregaron su vida en un trabajo que ni siquiera verían finalizado. Pero no importaba. Tenía sentido.
¿Merece la pena invertir mi tiempo, mi energía, mi amor en una empresa que nunca veré finalizada? ¿Vale la pena gastar mis días sin que nadie vea un día mi nombre como autor de una gran obra? Es ese miedo al anonimato. Miedo a quedar oculto con el paso del tiempo. Ese miedo irracional al olvido.
Veo las rocas pisadas por tantos peregrinos a lo largo de los siglos en Tierra Santa. Toco la vida escondida en esa misma tierra, en esa agua que acarició Jesús.
El otro día vi una propaganda que me llamó la atención. Aparecía un anciano jugando con un bebé y debajo decía una leyenda: “El verdadero sentido de la vida”. Me quedé pensando en el verdadero sentido de mi vida. En las vidas que tienen sentido. Y en esas otras vidas que aparentemente no lo tienen.
¿Tienen sentido todas las vidas? Sí, yo creo en el sentido de todas las vidas, de la sangre derramada por amor. Creo en las vidas de aquellos que parecen aportar tan poco. O yo o el mundo lo juzgamos así. Vidas que merecen la pena ser vividas. Vidas que no merecen la pena.
Y me pregunto por el verdadero sentido oculto de mi propia vida. Vale la pena lo que construyo. Aunque sea un ave oculta sobre una viga debajo de un techo. No importa. Dios lo ve. Y por eso merece la pena ser invisible.
No me importa ser invisible a los ojos de los hombres. Mi vida merece la pena. Entonces me detengo a preguntarme por el sentido verdadero de todo lo que hago. Hay cosas que tienen un profundo sentido. Otras no lo tienen. Miro esa imagen de un anciano acariciando la mano de un niño.
¿Cuáles son las cosas que tienen un sentido más verdadero en mi vida? Son muchas. Lo reconozco. Pero curiosamente las que más valen, las que tienen más sentido, son ocultas. Transcurren en lo profundo de una vida entregada.
En un amor sencillo y cotidiano. En el trabajo bien hecho que nadie valora. En las horas perdidas sirviendo la vida, aunque nadie lleve las cuentas. En el cuidado servicial al que más lo necesita, aunque no sea tan reconocido. En la generosidad que no se ve. En la alegría oculta que nadie nota.
El verdadero sentido de mi vida tal vez no sucede en aquello que otros valoran. Ni siquiera me felicitarán por ello. Porque será como esa ave oculta debajo de un tejado. Mi vida tiene sentido no tanto por lo que se ve, sino por lo que permanece oculto.
Y tengo que aprender a valorar yo mismo mi entrega anónima que no espera reconocimiento. Mi sí silencioso que nadie escucha. Mi alegría sonora que nadie oye.
Quiero aprender a cuidar el verdadero sentido de mi vida. Las cosas que de verdad valen la pena. Esas locuras que hago por amor. Aunque sean locuras. Aunque no sean consideradas dignas de alabanza por los hombres.
¡Qué poco importa ese reconocimiento humano! Dios lo ve todo. Ve mis renuncias ocultas. Ve mi entrega callada. Ve mis obras que no son publicadas. Valgo más por lo oculto que por lo visible. Eso me alegra.
Para tantos soy invisible. Pero no importa. Para Dios soy visible. Soy tan visible como esa ave sobre la viga. Dios se alegra con mi vida porque tiene sentido. Porque vale tanto la pena. Se conmueve con mis lágrimas. Y sufre con mis luchas. Y camina sosteniendo mi cruz velada. Y se alegra al ver mi vida brillar oculta en medio de la noche.
Para Dios nunca soy invisible. Eso me alegra. En las manos de Dios estoy construyendo una gran catedral tallando piedras.