Ya no hay nocheCuando he ido a Tierra Santa y he mirado el mar de Galilea, me he quedado pensando en todo lo que sucedió allí. ¡Cuántas veces pasearía Jesús por esa playa, navegaría por ese mar, miraría esas mismas estrellas! ¡Cuántas veces rezaría caminando por esa orilla!
Jesús llega y se llena de luz esa tierra sombría. Una luz grande lo inunda todo: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló”. La luz es la alegría que trae su venida. Con Jesús llegó la luz.
Esa luz que trae Jesús tiene que ver con su misterio, con su misión: los cojos andan, lo ciegos ven, los pecadores son perdonados, los pequeños son abrazados, los oprimidos son liberados. El reino de Dios surge. Hay esperanza.
Esa luz de Cristo no me ciega. Es una luz que me da esperanza. Me muestra el camino que tengo que seguir. Decía el padre José Kentenich: “Cuando habitamos en la luz de Dios, vislumbramos la grandeza divina y nuestro desvalimiento humano”[1].
La luz de Jesús me ayuda a ver las cosas en su verdad. Mi vida abierta. Sin pliegues. En esa luz me reconozco. Veo mejor mi fuerza y mi debilidad. Mis capacidades y mis pecados. Y reconozco mejor a los que van conmigo. Distingo a quien me llama. A quien es llamado a mi lado. Y tiemblo.
¿Por qué no dudaron esos pescadores con la llamada de Jesús? Yo dudaría. La luz de Jesús da seguridad y confianza para decir que sí. Creo que fue esa luz que llegó a lo más oscuro de su mar y de su alma la que les dio valor.
Es la luz en medio de la noche la que le da sentido a todo. Ya no dudo porque estoy en medio de su luz. Desaparecen las sombras. Jesús viene a mi orilla. Y se cumple entonces la profecía de Isaías: “Camino del mar”.
Jesús paseaba por la orilla junto al mar. Me gusta pensar en Jesús empezando su misión. buscando aliados. Mucho tiempo buscando la luz en su corazón en el desierto. Por eso ahora es capaz de entregar esa misma luz que ha recibido.
El Espíritu lo empujó al desierto. Ese mismo Espíritu lo lleva ahora entre los hombres. Su vida es con los necesitados, en medio de lo humano, tocando a los heridos, acercándose a los pecadores.
Jesús está solo. Necesita a otros a su lado. Su corazón le dice que su misión es sanar y vivir entre los hombres. Pero no solo. Necesita discípulos enamorados a su lado que sigan sus pasos, que entiendan sus palabras, que compartan su vida.
Y tiene lugar ese encuentro de Jesús con los suyos. Jesús ya ha llegado y pisa la orilla de su mar. Deja su huella para que lo sigan. Viene a traer luz en medio de su noche. Su palabra es luz. Su mirada es luz. Ya no hay noche.
Jesús se fija en unos hombres rudos y sencillos que trabajan bajo el cielo. No son eruditos. No son intelectuales ni autoridades religiosas. Son hombres metidos de lleno en la vida. Jesús entra en su rutina y lo cambia todo para siempre. Se fija en ellos y los ama.
Eso es lo que yo necesito. Que alguien pase junto a mi vida y se quede en ella. Que no pase de largo. Que me mire y me ame.
Jesús hoy pasa por mi vida como pasó por la vida de esos pescadores. No se fija en mí por mi sabiduría, por mis conocimientos, por mis talentos. Simplemente me mira, se conmueve y me llama.
No me llama desde lejos. Sale a mi encuentro allí donde estoy. En mi vida cotidiana. No se queda fuera esperando. Pasea por mi historia. Llega junto a mí en el lugar en el que estoy. Me quiere como soy. No tengo que hacer nada especial. No tengo que tener vastos conocimientos.
Sólo quiere que me deje tocar, que me deje hacer. Le importan mis redes, mi barca, mis sueños, mi sed escondida, mi anhelo de amplios horizontes. Necesito que me llame por mi nombre. Y me diga que quiere estar conmigo para siempre. Navegar conmigo, pescar conmigo.
Se acerca a mi pesca, a mi quehacer. Se pone junto a mí. Y me llama a vivir más allá. A hacer lo mismo pero con más hondura, con más luz.
[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu