Cuesta que nos rompan nuestra comodidadCreo que el camino de Dios para mí se va haciendo de su mano. Paso a paso. A mi lado. No creo en las cosas rígidas, en las huellas únicas. No creo en las verdades impuestas por decreto. En las ideas metidas en mi alma sin que yo me dé cuenta. No pretendo imponer nada a nadie. Tampoco a mí mismo.
A veces me parece mejor el control que la confianza, es verdad. La seguridad antes que el riesgo. Pero me da miedo esa rigidez que pretendo con mis manos. Es como si me gustara demasiado marcar, crear corrientes de opinión, influir con mi pensamiento.
Y a veces busco desautorizar al que piensa distinto, al que no comulga con mi credo. Busco sin quererlo un pensamiento único, el mío, el que a mí me convence. Me fijo en la pureza de la interpretación correcta. Lo que debe ser. Lo que todos deben pensar para no vivir equivocados.
Me da miedo caer en esta rigidez y temer yo la libertad que aprendí en el Santuario, de la mano de María. Necesito aprender a aceptar los errores, a convivir con la imperfección, a acompañar los procesos. Con paciencia, con respeto. Cuando no todo sale perfecto.
Dejar de lado mi miedo al fracaso, al olvido. Ese miedo que tengo cuando me inquieta en exceso que no todos piensen lo correcto.
Me da miedo que se licúe mi fe, mi forma de entender la vida. Me asusta perder el fuego del amor de Dios que mueve mis pasos y alza mi voz. Me da miedo perder la fuerza de ese Espíritu que me hace flexible, de ese fuego que me quema por dentro y me llena de vida. No quiero volverme rígido, ni tampoco frío.
Me gustan las palabras del papa Francisco: “La rigidez no es un don de Dios. La mansedumbre sí, la bondad sí. La benevolencia, sí, el perdón sí. Pero la rigidez no. Tras la rigidez hay algo siempre escondido. A veces incluso una doble vida, incluso algo de enfermedad. ¡Cuánto sufren los rígidos cuando son sinceros y se dan cuenta de esto!”.
No quiero ser rígido en mis pensamientos, en mi forma de ver la vida. No quiero ser rígido en mi amor, en mi entrega. Me gusta la flexibilidad del que ama con toda el alma, libremente. Del que no es esclavo de otros. Del que no busca siempre la aprobación del mundo. Aquel que no tiene miedo ni a los hombres, ni al futuro.
Sé que cuando me vuelvo rígido no todo me parece correcto. Sobre todo cuando alguien expresa una opinión diferente a la mía. Me pongo nervioso. Como si tuviera miedo de perder yo algo. Mi propia seguridad, mi propio lugar en el plano del mundo.
Temo pensar yo de otra forma. O que la verdad en la que creo quede desvirtuada. O que la verdad de los otros tenga más fuerza que la mía.
Sé que Jesús es mi verdad. Eso lo tengo claro. Por Él sí estoy dispuesto a dar mi vida. Eso me lo repito cada mañana para no olvidarlo. Porque sé que dar la vida no deber ser sencillo. No quiero pensar que con cumplir ciertas cosas, con pensar de una determinada manera, todo está resuelto. No me quedo tranquilo.
La vida de Jesús me parece poco rígida. Tal vez demasiado flexible para mi alma que tiende a la comodidad. Él no tenía horarios marcados. Ni caminos definidos. No obedecía a la norma de lo razonable. No todo lo que hacía era aplaudido por todos los que lo seguían.
Tanta flexibilidad me incomoda. Y eso que me gustan las personas flexibles. Porque me ayudan a superar mi rigidez, mis formas, mis maneras de hacer las cosas. Me obligan a romper mis esquemas. Me sacan de mi aridez y me abren un horizonte nuevo.
Pero que me rompan mi comodidad como lo hace Jesús, me cuesta. Me gusta tener toda mi vida por hacer. Todo por delante. Aunque me queden menos años. Sé que ahora y siempre Dios me va modelando. Reblandece con su espíritu mi alma dura.
Por eso sé que tengo que dejarme llenar de su Espíritu. Para ser más manso, más bueno, más humilde, más misericordioso. Para tener más fuego dentro del alma. ¡Me parece tan difícil!
Quiero las cosas de una determinada manera y me frustro con pena cuando no son como yo quiero. Cuando no todos lo ven como yo. Me choco de nuevo con mi rigidez. Permanezco atado a mi esquema maravilloso. Inventándome una forma de entender la vida. Incapaz de ver la belleza de otros caminos. No me dejo sorprender.
Quiero tener yo todas las claves. Las respuestas. Las formas correctas de inventar la vida. Y me rompo en mi vieja forma de vivir.
Quiero entender que “en el ejercicio espiritual tan esencial es la flexibilidad como la disciplina”[1]. Parece sencillo. Pero no me dejo. Me ato. Me vuelvo rígido y juzgo al que no piensa como yo. Al que no vive como yo.
[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama