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El tipo de amor que definitivamente te hará feliz

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/10/16
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Reconocer nuestras heridas nos humaniza y nos acerca a DiosMi ser hombre es el camino de plenitud que Dios me ha marcado. No renuncio a lo humano para estar con Dios. No renuncio a mis pasiones, a mis deseos, a mis sueños. No. No renuncio a mis raíces en lo hondo de la tierra. Todo se lo entrego a Dios.

Y Dios besa mi herida humana y mis logros humanos. Acaricia mis caídas. Me levanta de la tierra. Me bendice en mi ser hombre porque Él mismo tomó mi naturaleza con su impotencia y la elevó al cielo. Elevó mi carne al paraíso. Mi carne corruptible y débil.

Cuanto más humano soy, soy más de Dios. Cuanto más de Dios soy, acabo siendo más humano, más sensible, más comprensivo, más misericordioso.

Cuando pierdo de vista a Dios, dejo de ser humano. Entonces me es indiferente el dolor de los hombres y paso por la vida sin entregar mi amor.

La semana pasada celebrábamos el día de la erradicación de la pobreza. Ese día pensé que muchas veces paso indiferente ante el dolor del hombre, ante su pobreza. En esos momentos, encerrado en mi comodidad, no soy humano. No escucho.

Dice el profeta: “El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las nubes”.

Me gusta la imagen de ese Dios que se abaja y escucha al que sufre. Dios siempre escucha al que sufre. Socorre al pobre. Rescata al perdido. Eleva mi pobreza. La lleva al cielo.

Quiero aprender a mirar a los hombres como los mira Jesús. “Lo que hay que hacer es introducir en la vida de todos la compasión, una compasión parecida a la de Dios; y compartir la alegría de Dios cuando una persona perdida es salvada y recupera su dignidad[1]. Mirarlos en su pobreza y ayudarlos a recuperar su dignidad perdida.

Dios siempre escucha. Yo no soy tan humano muchas veces. La alianza de amor con María me ayuda a unir lo humano y lo divino. Mi carne y mi espíritu. Mi pecado y mis sueños. Mis logros y mis fracasos. Todo en el mar hondo de Dios en el que descanso.

Quiero aprender a ser cada día más humano sin renunciar a mi herida de hombre. Quiero aprender a abrazar el corazón herido, sin renunciar a mi propia herida. Quiero avanzar por los caminos de la santidad, sin tapar mis errores y caídas. Quiero ser más humano y más libre.

Una persona rezaba: “Temo el rechazo y la soledad. Temo enfrentarme a mí mismo y asustarme. Temo el vacío y el abandono. Pero sé que Tú estás siempre, Jesús, a solas conmigo. Si no, no sé si sería capaz de enfrentar la vida. No soy muy valiente y temo fracasar en todo. Busco certezas. Quiero ser pobre y entregarte mis renuncias. Quiero despojarme de todo. Quiero decirte que sí a lo que sea que quieras. Dame fe para amar más”.

Los santos han sido las personas más humanas. Han buscado a Dios, han tenido miedos, han sufrido. Se han asustado ante el abandono. Pero han seguido el camino de Jesús. Han conocido la pobreza de sus vidas y han besado con el amor de Dios tantas vidas rotas. Es el camino que Dios quiere para mí.

No una santidad desencarnada, blanca, perfecta. Más bien espera una santidad encarnada en mi vida pobre y herida. Una vida abandonada en sus manos. Una vida en la que brilla con más fuerza el amor de Dios. En medio de mi pobreza.

Deseo unir en mí lo humano y lo divino. “Quería los placeres mundanos y la trascendencia divina, la gloria dual de una vida humana. Quería lo que los griegos llamaban el extraordinario equilibrio entre la bondad y la belleza”[2].

Lo frágil y lo perecedero unido al amor pleno que me trasciende. No quiero renunciar a mi historia imperfecta. Y no dejo de acariciar los sueños de Dios en mi alma.

Un hombre me comentaba: “Estoy muy sorprendido. Cuando nos pusimos a revisar nuestra historia, mi propia historia, pensé que me iba a dejar de querer. Pero no ha sido así. Al contrario. Me quiere más en mi fragilidad, más en mi herida. Así debe ser el amor de Dios, sin duda”.

Sí, así me quiere Dios. Siempre me quiere en mi herida. Más cuando le dejo ver mi herida. Más cuando me postro humillado. Es el amor más humano. Es el amor más divino. Así quiero amar yo siempre.

¡Qué difícil amar al que no es perfecto! Me gusta lo perfecto, lo bien hecho. Admiro al que cumple, al que logra éxitos. Me cuesta el fracaso y el pecado. La herida y el dolor. La pobreza y la humillación. Todavía mi mirada es tan del mundo…

Sé que mi pecado, cuando no me vuelvo hacia Dios, me acaba deshumanizando. Me aleja de Dios. Al mismo tiempo, mi herida reconocida me humaniza y me acerca a Dios.

En la sombra de Dios soy más hombre, más humano, sin miedo a mostrarme como soy. En la sombra de Dios soy más suyo, más niño, más divino, más del Espíritu. Es el camino de la santidad que recorro.

 

 

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[2] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

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