Dios no quiere una iglesia aburrida de mujeres perfectas“Se puede pelear bastante con Dios si se hace con un espíritu puro de búsqueda de la verdad (…). El que aparte la mirada de Él para ir en dirección a la verdad, no irá muy lejos antes de caer en Sus brazos”. – Simone Weil
Debido a que somos seres limitados y finitos, no entendemos las cosas espirituales de forma inmediata. Necesitamos pelear con Dios hasta alcanzar un punto en el que podamos al menos aceptar, con el optimismo de lograr entender, más plenamente las cosas de Dios.
El encuentro de Jacob en el río Jaboc, según cuenta el Libro del Génesis, es una imagen ejemplo de esta lucha a la que se enfrenta todo cristiano, inevitablemente, en la oración.
“Jacob (…) cruzó el vado del río Jaboc, (…) quedándose solo. Entonces un hombre luchó con él hasta el amanecer” (32: 22-24).
Este incidente en las Escrituras representa la duda, la cercanía, la distancia, la fe, la tensión, la violencia, la paradoja, el dolor y la bendición que acompañan la vida espiritual.
No hay acuerdo entre los eruditos en relación a la identidad del extraño hombre con quien lucha Jacob; algunos piensan que se trata de un ángel, otros dicen que es Dios. Pero quienquiera que sea, lo sorprendente es que el ser sobrenatural parece encontrarse en desventaja. Al darse cuenta de que no puede imponerse a Jacob, decide golpearle en la coyuntura de la cadera. Pero Jacob continúa luchando, con la cadera dislocada, hasta que el hombre le concede una bendición.
La tenacidad de Jacob en esta historia es impresionante. Ya sea su adversario un ángel o el mismo Dios, uno no puede sino preguntarse, “¿por qué parece que Jacob es más fuerte?”. En palabras de san Agustín: “¿Qué comparación puede existir entre la fuerza de un ángel y la de un hombre?”.
La historia es tan profunda que con el paso de los años ha provocado muchas y diferentes interpretaciones. Las múltiples capas de significado que desvelan los Padres de la Iglesia son impactantes. No obstante, como pasa siempre con todo en las Escrituras, el significado arraiga en nuestras vidas cuando asimilamos un pasaje y lo aplicamos a nuestra propia vida.
Para mí, el hombre con quien lucha Jacob es Cristo, y Él permite a Jacob que sea más fuerte porque nuestro libre albedrío hace posible que, en cierto sentido, prevalezcamos contra Dios. Pero Dios no se rinde tan fácilmente. Nos golpea en la cadera, a veces de forma continuada, con la esperanza de que nos aturda lo suficiente como para aceptar el alba que arroja luz sobre nuestras oscurecidas mentes.
Puede que algunos de vosotros os reconozcáis en esta dinámica. Una y otra vez nos enfrentamos a cosas que sabemos que son verdad o que nos cuentan que lo son. En ocasiones lo hacemos porque queremos y otras veces porque no podemos evitarlo. Tenemos dudas, y no hay nada que podamos hacer al respecto. Somos humanos. Pero Dios no espera ni quiere que aceptemos simplemente los dogmas de la fe con una actitud tibia ni que vayamos mecánicamente a misa todos los domingos.
Dios no quiere una Iglesia de aburridas esposas perfectas como las de aquel inquietante pueblo de ficción.
La aceptación y el crecimiento en la fe derivan de lo que Benedicto XVI denomina contacto (o combate en algunos casos) “cuerpo a cuerpo”. En la oración, ejercemos “presión” contra Dios y él nos la devuelve, y luego caemos y rodamos un poco por el polvo. Cuando sentimos que combatir está bien, nos despojamos de nuestras máscaras y somos capaces de ser reales con respecto a lo que pasa de verdad en nuestras vidas espirituales, y así compartimos nuestras dificultades con Dios y con el prójimo.
Nuestro mundo moderno nos bombardea con un racionalismo empapado de desdén hacia la fe. Si no nos damos permiso, ni tiempo, para luchar con Dios para que Él pueda iluminar nuestra razón, es probable que perdamos nuestra fe, si no externamente, al menos en nuestro interior.
En una época en la que la gente en Occidente está abandonando los bancos de las parroquias a un ritmo alarmante, la Iglesia necesita más lucha que nunca, y no menos.