¿Cuál es la mayor felicidad?Sé que aquí apuro las delicias de una vida efímera. Y sé que siembro semillas de vida eterna con mis manos torpes. Lo sé por mis obras, por mis palabras, por mis gestos, que me hablan de un amor más pleno, infinito. Reflejan una realidad que sueño. Porque sé que mi amor puede ser reflejo de un amor eterno.
Decía el Padre Kentenich: “¿Qué constituye la mayor felicidad del hombre, en la gran mayoría de los casos, ya aquí en la tierra? Es el habitar en el corazón del otro espiritualmente: yo en ti, tú en mí y los dos unidos en el otro. Quien aquí en la tierra realmente amó de corazón, de un modo puro e ideal, puede vislumbrar lo que significa: debemos estar introducidos en el seno de la Santísima Trinidad”[1].
Sé que el amor humano me lleva al amor de Dios. Mi capacidad de amar y ser amado le da sentido a mi vida. Mi capacidad de cobijar y ser cobijado. Dios me ata a Él con lazos humanos. ¡Qué difícil tocar su rostro cuando me faltan los vínculos humanos hondos y verdaderos! ¡Y qué fácil verle en el amor más sincero!
Mi capacidad de descansar en otros corazones me acerca a Dios. Esa intimidad humana que me habla de la intimidad con Dios. También sé que si estoy anclado en Dios puedo con más facilidad dejar que otros descansen en mí:
“Mientras más yo pueda sentirme en casa, tanto mejor estaré preparado para ofrecer un hogar a otras personas. Y el hombre de hoy que no tiene un hogar, que no tiene raíces, necesita de personas que puedan proporcionarle un hogar. Ustedes pueden creerlo, no son los sociables y los ‘payasos’. ¡No! Yo me siento bien junto a una persona que yo percibo que está unida a Dios. Mientras más sienta yo a Dios como mi hogar, tanto mejor puedo, con toda mi personalidad, ofrecer un hogar para innumerables persona”[2].
Sé que el amor a Dios, mi unión con Jesús, hace habitable mi alma. En mí muchos pueden descansar cuando yo tengo un hogar. Si no lo tengo, no descansan. Cuando yo aprendo a descansar en Dios, otros descansan en mí. Es su reflejo el que me hace habitable y me forma a su imagen y semejanza.
Busco personas que estén ancladas en Dios. Y a veces me turba ver más lo humano que lo divino en muchos corazones. Porque el anhelo de infinito que me mueve me hace desear el rostro de Dios que veo en otras personas.
Y lo que buscan otros en mí es ese mismo rostro. Sólo podré dar a Dios si lo poseo. Sólo podré llevar hasta Él si yo conozco el camino. Si mis raíces están en su tierra firme y allí descanso, y no en la fluidez de esta vida en la que todo pasa y cambia, cada día.
Una roca necesita el alma. Una presencia que no se mude. Un amor que no cambie al llegar la mañana. Un sí que sea siempre sí. Un abrazo que dure eternamente.
Si tengo bien puestas mis raíces, si tengo claro a quién pertenezco y para siempre, si es así podré dar cobijo a otros. En mí, en Dios. Y seré puente, camino seguro. Y entonces será cierto que mi vida sea construir el cielo aquí en la tierra. Podré amar como Dios me ama.
Y haré posible el cielo en la tierra si descubro el cielo dibujado en el corazón de Dios: “La verdadera felicidad consiste en esforzarnos siempre por construir un cielo, un paraíso aquí en la tierra, una Familia de Dios, una Ciudad de Dios”[3].
Yo puedo hacerlo si antes me dejo hacer por Dios. Si mi mirada llega a ser misericordiosa como la de Jesús. Si me hago más capaz de hacer felices a otros en lugar de buscar sólo mi felicidad. Si me pongo en marcha una y otra vez cada mañana y no me duermo.
Sé que todo llega con el inexorable paso del tiempo. Todo pasa. Y las oportunidades de construir la ciudad de Dios se me escapan si no estoy atento.
No puedo cambiar todo el mundo. Pero sí puedo cambiar con mis actos esa pequeña parte de mundo que habito. Puedo cambiar otros corazones. Puedo transformar mi entorno para hacerlo más habitable. ¿Es un cielo la tierra en la que yo habito? Puedo construir el cielo con mis actos de amor concretos.
No quiero dormirme tratando de ser feliz cerrado en mi egoísmo y dejando así pasar oportunidades de amar más, de amar mejor.
El papa Francisco les decía a los jóvenes en Cracovia: “Ahí está precisamente una gran parálisis, cuando comenzamos a pensar que felicidad es sinónimo de comodidad, que ser feliz es andar por la vida dormido o narcotizado, que la única manera de ser feliz es ir como atontado”.
No quiero vivir atontado, narcotizado, dormido, cerrado en mi búsqueda enfermiza de una paz que nunca llega. No quiero vivir banqueteando, como el rico de la parábola. Pensando en mí, en lo que yo deseo.
Quiero ser feliz buscando que otros sean felices y saliendo de mí mismo. Quiero una felicidad que me lleve a luchar por hacer felices a otros. Una felicidad expansiva, contagiosa. Que dé vida sin retenerla. Quiero amar sin querer ser siempre amado.
Tengo que aprender a ser feliz cuando el otro es feliz. Ese don del que sabe alegrarse con las alegrías y los éxitos de los otros en lugar de sufrir envidiando. Una felicidad descentrada. Volcada en el amor a los hombres.
Comenta el papa Francisco en la exhortación Amoris laetitia: “Jesús aprecia de manera especial a quien se alegra con la felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría. La familia debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra algo bueno en la vida, sabe que allí lo van a celebrar con él”.
Me gustaría mirar como Jesús mira. Alegrarme con los que se alegran. Llorar con los que lloran. Sufrir con los que sufren. Eso es una verdadera familia. Me gustaría fijarme más en los demás y no tanto en lo que yo necesito. Ser sensible al dolor que me rodea. Vivir feliz para hacer felices a otros.
Pero sé que no es tan sencillo lograrlo. Sé que sólo un corazón que tiene descanso en otros corazones puede dar cobijo a otros. Sólo un corazón que vive anclado en Dios puede estar tranquilo y sereno. Sólo un corazón que ama a Dios y busca en Él su último hogar puede vivir feliz en medio de la cruz y los dolores.
Si mi corazón no está cobijado en lo más alto, no puedo exigirle paz. Si no tengo el corazón en Dios, viviré de un lado a otro en medio de mis sufrimientos. No lograré alzar la mirada, no podré descentrarme para mirar a otros. Me dejaré llevar por lo que los demás piensan y esperan de mí. Me alegraré sólo en mis éxitos y viviré atormentado en mis fracasos.
Si mi corazón no está en Dios contaré todos los minutos que me quedan de vida con manos temblorosas. Y temeré perder lo que hoy me hace feliz deseando que sea eterno. Huiré de la escasez y la necesidad, con miedo, turbado.
Me empeñaré en ser feliz a fuerza de guiar yo el timón de mi barca, sin dejar que Dios marque la ruta. Me aferraré a ese orgullo enfermizo del que cree saber bien el camino. Cuando es el abandono en Dios el único camino para encontrar la vida.
Quiero entender lo que leía el otro día: “Elegí, consciente y voluntariamente, abandonarme en la voluntad de Dios, despojarme totalmente de mis últimas reservas. Y el resultado no fue una sensación de temor, sino de liberación; una sensación no de peligro o de desesperación, sino una oleada de confianza y felicidad renovadas”[4].
Cuando logro dejar de lado mi camino y abrirme al de Dios, mi felicidad crece. Ante una puerta cerrada veo la ventana abierta. Dejo de querer manejarlo todo. Si me abandono en manos de Aquel que me quiere con locura, todo cambia. Y descanso en Él. Cuando así vivo, soy más feliz.
Y sé que mi felicidad puede ser contagiosa. Porque el cristianismo se contagia por envidia. Yo quiero vivir como ese hombre vive. Yo quiero su paz en medio de la tormenta, su alegría y serenidad, su mirada profunda. Sí, es la envidia de lo que no tengo lo que me mueve a caminar siguiendo sus pasos. Lo tengo claro.
Si me pego a aquel que tiene vida, yo tendré más vida. Y cerca del feliz, seré yo más feliz. Porque sé que el infeliz puede entristecerme con su amargura. Y el feliz alegra mi vida.
Cuando estoy lleno de ira no puedo sembrar alegría a mi paso y sólo siembro sombras. Cuando tengo paz, milagro de Dios, pacifico con mis actos y palabras. Y cuando tengo luchas en mi alma, esas luchas que me llenan de intranquilidad, contagio con mis nervios e inquietud a otros.
Cuando estoy centrado en mí mismo, no logro hacer feliz al que está a mi lado. No lo veo. Cuando vivo buscando a quien servir, sí que soy más feliz. En esta corta vida puedo ser feliz y hacer felices a muchos. En esta tierra inquieta puedo construir el paraíso. Lo sé. Con mis manos, con sus manos.
[1] José Kentenich, Vivir con alegría
[2] José Kentenich, Vivir con alegría
[3] José Kentenich, Vivir con alegría
[4] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros