Compartir el sufrimiento es belloUn marido le escribía a su esposa enferma para consolarla estos versos:
“¡Cómo puede ser que tu dolor me duela!, que clavos encendidos me quemen sin querer… Sólo saber que sufres altera todo el ánimo. Será que no sabía cuánto puedes sufrir. Me conmueve a mí tanto tocar tu fragilidad. Y sufro, y duele el alma. Y la espalda antes sana comienza ahora a sufrir. Como si al yo sufrir, tú sí sufrieras menos. Como si al yo morir, tú al fin murieras menos. No sé bien lo que logro al amar con toda el alma. No sé si entiendo algo. O es sólo que mi alma, aferrada a tu pena, no deja de sufrir. Sólo quiero decirte: no temas, no te inquietes. Que en mi espalda antes sana, ahora te llevo a ti”.
Así quiero aprender a vivir, a amar, a consolar. Así me gustaría cargar con otros dolores, con otras cruces. El que no sabe amar no sabe dónde ha puesto su tesoro y tiene su talega vacía. Aunque conserve su espalda sana, porque no carga con ningún dolor ajeno.
Quiero vivir desprendido y atado. Libre y anclado. Quiero aprender a amar consolando. Un corazón que ama y sufre. Quiero ese corazón roto que no se cansa de amar.
El otro día leía en un libro sobre san Ignacio: “Sigue, incansable, su camino, a pie y solo pero siempre con Dios y con tantos nombres como van tejiendo en su vida una increíble red de afectos y presencias”[1].
Me gustó esa imagen. Mi talega, esa que está atada al cielo, está llena de nombres, de afectos, de presencias.
Nunca voy solo yendo solo. Y no sólo porque Jesús esté en mi alma, porque ahí habita. Sino también porque me he dejado el corazón hecho jirones y se ha ensanchado con el paso de los años, de los amores. Y llevo en él, en mi talega, tantos afectos, recuerdos, y presencias.
Y no dejo de pensar que esa talega es tan verdadera que ya está atada por un extremo al cielo. Y no me pesa nada porque está en Jesús. Y sé que si vivo así, dejándome la vida, tendrá sentido vivir, habré logrado tener un corazón lleno de misericordia. Es lo que anhelo. Es lo que sueño.
Como decía el papa Francisco estos días: “Felices aquellos que saben perdonar, que saben tener un corazón compasivo, que saben dar lo mejor de sí a los demás. Un corazón misericordioso sabe compartir el pan con el que tiene hambre, un corazón misericordioso se abre para recibir al refugiado y al inmigrante”.
Quiero vivir con esta talega que me hace vivir solo y anclado, solo y acompañado, solo y lleno de nombres, de presencias. Sólo dando la vida. Porque cuando aprendo a amar, aprendo a sufrir con el que sufre, a sufrir por el que sufre, a cargar su cruz en mi espalda.
[1] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio, nunca solo