No quiero ser un repetidor de gestos adheridos a mi piel
Las imágenes que veo tienen mucha fuerza. Despiertan en el corazón sentimientos tan hondos. Una sola imagen es suficiente. Sobran las palabras que expliquen lo que el ojo ve. Tal vez por eso tienen tanta fuerza mis acciones, mis gestos, mis obras. Porque se ven.
Vale más lo que hago que lo que digo. Lo que se puede ver. Lo que asombra o defrauda. Mis palabras pueden herir. Pero el dolor que provocan mis actos tiene mucha más fuerza.
A veces desdigo con mis obras lo que digo. Y aunque diga cosas maravillosas si no hay gestos en mi vida, poco importan mis palabras, se las lleva el viento. Las obras tienen más peso, más densidad. Se quedan grabadas en la retina del ojo, para siempre. Lo que he visto. Eso es lo que importa.
Decía el padre José Kentenich: “Hoy en día todo es poderoso en impresiones, en actos. Un acto está yuxtapuesto a otro sin que generen una mentalidad, sin que broten de una mentalidad, de una actitud. Esto es lo extraño. Es casi un misterio. En el hombre moderno los actos no tienen un contacto ‘subterráneo’ entre sí, no crecen desde una raíz, de un núcleo de la personalidad”[1].
A veces mis actos no tienen que ver con mis palabras, ni con mis decisiones, ni con mis principios. O puede que tengan que ver pero son actos aislados, sueltos. Les falta esa unidad subterránea.
Me gusta esa imagen. Una cadena oculta bajo la tierra que une mis actos, todos mis actos, creando una actitud de vida. Pero pocas veces es así. Mis actos no tienen que ver entre sí. Se suceden. Se desploman en la vida. Y no hay coherencia entre unos y otros.
Pienso en Jesús: “Toda la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta su muerte, fue un acto perfecto de humildad nacido de su plena sumisión a la voluntad del Padre. Alcanzó su punto culminante en la cruz, donde murió humillado y despojado de todo”[2].
Todo en Él fue un mismo acto de amor. Me conmueve pensar en esa fuerza, en esa línea roja que recorre toda su vida. Desde Belén hasta el Calvario. A veces encuentro personas que son así. Sus actos tienen que ver entre sí. Tienen tanta fuerza…
No se contradicen. No son extraños los unos para los otros. Tienen una misma raíz, una misma mentalidad, un mismo espíritu. Me gusta pensar que yo puedo llegar a ser así. Que mis actos tienen que ver conmigo.
Incluso estoy dispuesto a aceptar que mis pecados tienen que ver con mi debilidad fundamental, con mi tendencia habitual que tengo hacia el pecado. Entiendo entonces que mi vida es coherente, en la virtud y en el pecado.
Nunca me alejo en mis pecados de mi tendencia. Nunca me alejo en mis actos de mi ideal. El ideal mueve toda mi vida. Y cuando caigo y me levanto soy el mismo. Soy yo mismo. Tengo la fuerza que nace de mi corazón, de lo más profundo.
Quiero pensar que Dios actúa en mí de tal manera que va hilvanando mi vida. Va tejiendo un acto continuo con mis obras, para que no me pierda.
El otro día leía: “Es curiosa la forma como Dios te va preparando para las cosas que desea de ti; poco a poco, sin prisas, madurando tu fe, como el jardinero que poda un arbusto para que sea más fuerte. He visto actuar a Dios. Y sé lo extraordinario y bueno que es”[3]. Poda mi arbusto, trabaja en mis raíces, escarba en mi tierra. Como un buen jardinero.
Y yo sueño con mis actos unidos con una misma línea roja. ¿La identifico? ¿Sé de dónde vengo y adónde voy? ¿Sé lo que soy en lo más profundo de mi alma? ¿Mis actos tienen que ver conmigo?
No quiero ser un imitador de actos que no hablan de mí. Aunque sean buenos. No quiero ser un repetidor de gestos adheridos a mi piel. Quiero volver a nacer desde lo más hondo de mi alma y expresar en gestos visibles ese amor que profeso. Ese amor recibido.
No quiero deslucir con mis palabras mis obras sagradas. Ni desmentir con mi egoísmo mis palabras santas. No quiero. Ojalá acierte siempre al ponerme en camino. Y si no acierto que al menos sepa enderezar el rumbo, marcar nuevas metas, empezar de nuevo.
Decía Ángeles Caso: “En este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar”.
Esa actitud ante la vida me gusta. Esa mirada sobre el hombre, sobre el camino andado y el que queda por recorrer. Quiero dejar huella en la tierra que piso. Mi propia huella. La mía, herida y tosca.
No me importa cuántos vean las huellas marcadas por mis gestos, por mis palabras. Lo que quiero es no pasar de puntillas, sin arriesgar nada, sin ser sincero conmigo mismo. Quiero el todo de esta vida. Quiero lo que alcance a hacer con mis pocas fuerzas, tan solo eso.
[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[2] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[3] Claudio de Castro, El poder de la alegría