A partir de un material, en apariencia, derivativo, Jaume Collet-Serra ha construido una pieza de género tremendamente eficaz e intensa
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Prácticamente desde el primer instante en que el personaje de Blake Lively toca el agua en Infierno azul, Jaume Collet-Serra juguetea con lo que, a priori, podría parecer una limitación: la gran cantidad de largometrajes que, a raíz del éxito de taquilla y el impacto popular de Tiburón, han narrado el enfrentamiento entre un ser humano contra un escualo (o escualos) hambriento.
Sus manos hundiéndose en el agua para impulsar la tabla de surf, sus piernas rozando la superficie, los momentos en los que se sumerge bajo las olas…
El director no pierde la oportunidad de poner a la defensiva al espectador que sabe el tipo de película que ha acudido a ver al cine, y que está esperando la primera –y razonablemente violenta– aparición del tiburón, exhibiendo un dominio de la tensión que se va acrecentando, y de qué manera, a medida que avanza la trama.
La clave de la brillantez con la que Collet-Serra asume el proyecto está en su plena conciencia de lo derivativo del material que está partiendo, pero también en su forma de potenciar su simplicidad, su sencillez de planteamiento, para construir un relato de una pureza absoluta, que no intenta densificar de forma artificial lo que es una incursión en el cine de género que jamás pretende ser más de lo que es: un survival espléndido.
No hay detalle sobrante, ni diálogo desperdiciado, a lo largo del metraje de Infierno azul –en gran parte, porque tanto el director como el guionista, Anthony Jaswinski, son muy conscientes de la necesidad de mantener el relato compacto, restringido, para potenciar la desesperación de su heroína–, sino que todo está perfectamente medido para provocar un determinado eco a lo largo de la narración, y para impregnar de un cierto peso dramático las decisiones a vida o muerte que toma el personaje de Lively.
A pesar de que algunos detalles han sido generados vía efectos CGI –el más evidente, el propio tiburón durante sus ataques más salvajes–, el director logra impregnar el largometraje de una sensación de fisicidad, de hiperrealismo, que potencia la angustia de la situación.
Ya no sólo por la (relativa) rigurosidad con la que Collet-Serra trata las graves heridas que recibe su protagonista –el momento en el que se hace una sutura de urgencia con sus propios pendientes es de los más insoportables, por la misma construcción de la escena, de la película–, y cómo le afectan a la hora de plantarle cara a su contrincante, sino también por la degradación física y mental en la que la va sumiendo, secuencia a secuencia.
Pero nada de eso funcionaría sin una actriz capaz de echarse sobre las espaldas todo el peso interpretativo del proyecto, ni sin un director con talento suficiente como para impregnar el metraje de energía, entusiasmo e intensidad –y que vuelve a explorar, en las escenas dramáticas, la integración de la pantalla de móvil dentro de la narración vía realidad aumentada: atención al uso de FaceTime en determinada conversación telefónica–, rodando con enorme convencimiento todas y cada una de sus secuencias, incluso las más puramente surferas.
No resulta una sorpresa, a estas alturas, la capacidad de Collet-Serra para jugar con la tensión y con los mecanismos de la intriga y el terror, pero aquí lleva todas esas virtudes a un nuevo nivel gracias a la atención al detalle desplegada, y a la absoluta brillantez con la que utiliza todos los recursos narrativos a su alcance –atención al empleo de los sonidos del mar para mostrar el aislamiento del personaje de Lively– con el objetivo de llevar al espectador de la mano hacia la situación dramática que más le interesa en cada instante.