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600 millas: Todo el mundo necesita a alguien

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Josep Maria Sucarrats - publicado el 15/07/16
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Cinéma vérité cargado de silencios expresivos sobre la necesidad de una relación que salve de la vida de frontera

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Película a medias entre el documental y la road movie en un tobogán hacia ninguna parte. Ritmo lento, tono naturalista sin intervención, y planos secuencia interminables: las cosas suceden casi siempre fuera de campo. Gabriel Ripstein nos hace recorrer las 600 millas que separan Tucson (Arizona) y Culiacán (Sinaloa) para decirnos que vivimos in media res, en un trayecto incierto.

Estados Unidos es el gran supermercado de armas para particulares y malhechores. Es más fácil cruzar la frontera como contrabandista de poca monta que robar chicles o comprar un mechero en una tienda cualquiera.

Arnulfo Rubio es un joven incauto e indefenso que se dedica al contrabando de armas a pequeña escala entre Estados Unidos y México. No da para más. Alguien tiene que hacer este trabajo.

Con ello, gana algo de dinero y se cree alguien a los ojos de su tío, dirigente de un cártel mexicano. Así cree dejar de ser una sombra infeliz.

Por avatares varios, y desesperado, acabará tomando como rehén a Hank Harris, un veterano agente federal que rastrea posibles traficantes de armamento en las fronteras entre los dos estados.

El joven cruzará la frontera con el agente, a la espera de entregarlo y ganar posición. En el trayecto se irán conociendo y poco a poco Hank se convertirá en una especie de padre para el joven, en una figura de autoridad distinta al mundo de violencia que conoce.

Pero Hank está herido por la muerte de su mujer, es frío y sabe cuál es su trabajo. Y al final todo el mundo está solo mientras vive y cuando muere.

¡Vaya giro final tomará la historia! ¡No dejen de ver el filme hasta el último de los créditos en pantalla! Papelón de Tim Roth, con miradas y silencios explícitos; y gran actuación del joven Krystian Ferrer.

Bravo, pues, por la excelente dirección de actores en esta primera película de Gabriel Ripstein, que bien le valió el premio a la mejor opera prima en la Berlinale de 2015, y que representó dignamente a México en los Oscar de 2016.

Bravo también por la magnífica fotografía del francés Alain Marcoen, habitual de los hermanos Dardenne (recordarán el tono de Dos días, una noche; El niño de la bicicleta, El niño). Sin duda, su cámara registra el sopor propio de una vida incierta a medio camino de todo.

Ripstein, hijo del famosísimo Arturo Ripsein (El coronel no tiene quien le escriba, La perdición de los hombres), nos ofrece una cinta realista nada edulcorada.

Le quita mitomanía a la delincuencia y a la persecución del crimen, y convierte el filme en una historia sobre el hombre que hay detrás del poli y del caco. El mal está en todo lo que no se ve, no se dice. Nos interesa acercarnos a las historias que hay detrás y a sus vacíos.

Esta es una película sobre un tema muy actual: las fronteras y lo que implican; sobre las dudas y las apariencias, sobre las lealtades y la necesidad de un lugar.

El hombre no puede vivir en medio de la nada; necesita un hogar y una relación. Precisamente el trato de este punto en la solución de la trama es lo que el director denuncia.

Estamos en una historia de víctimas, sin épica y con una violencia existencial mucho más descarnada que cualquier agresión física.

Ripstein lo tiene claro: no podemos vivir solos, no podemos morir solos; no es justo que no haya un padre. Sin una relación constitutiva, solo queda el desierto y la frontera.

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