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Mi camino de Yogananda a Jesucristo

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Luis Santamaría - publicado el 06/07/16
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El testimonio de un joven canadiense que fue adepto de una secta orientalExtractamos a continuación el testimonio de un canadiense que hace una década y durante un año perteneció a la secta de origen hindú Self-Realization Fellowship (SRF), o Fraternidad de la Autorrealización, fundada por el gurú Paramahansa Yogananda.

Es muy interesante porque se puede apreciar la incompatibilidad de este movimiento oriental y sus doctrinas y prácticas con el cristianismo, frente a lo que sus adeptos quieren mostrar.

De hecho, ya ha habido intentos de penetración de sus actividades en ámbitos católicos, como sucedió en marzo de 2015 en un colegio religioso en Madrid, con una conferencia que al final no se celebró allí tras la advertencia de la Red Iberoamericana de Estudio de las Sectas (RIES).

El encuentro con una nueva doctrina

Me crié con una madre nominalmente católica (mi padre estaba ausente por haberse divorciado mis padres). Después de recibir el sacramento de la Confirmación a los 13 años, dejé de ir a la iglesia (una parroquia bastante liberal en cuestiones litúrgicas, como muchas otras en Canadá).

En la secundaria mi meta era hacer amigos, y perdí varios años de mi vida, cayendo en la bebida y en las drogas.

Después me mudé a otra ciudad, donde vivía mi padre, para empezar de cero y terminar las asignaturas que me faltaban. Terminé con notas estupendas, pero lo importante era que tenía pocos amigos y mucho tiempo para mí mismo.

Empecé a escribir en un cuaderno personal y reflexionar sobre la naturaleza de la realidad y de la percepción; también leía libros de ciencia.

Un buen día, una de mis maestras, percibiendo en mí alguna sensibilidad espiritual, me regaló un librito de oraciones. Eran citas tomadas de la obra de Paramahansa Yogananda.

Me dieron buen ánimo; él, pensaba yo, decía cosas muy sensatas y sencillas. Además, citaba el Nuevo Testamento con facilidad (lo que le dio un toque de credibilidad, haciendo yo inconscientemente el vínculo entre él y la autoridad religiosa de mi niñez, por enrevesada que fuera) pero también citaba mucho el Bhagavad-gītā (lo cual le dio un toque de exotismo, que para mí lo legitimó, pues yo no confiaba en las autoridades tradicionales, buscaba lo extranjero, lo impresionante).

Un yoga “especial”

Un día encontré la autobiografía del swami Paramahansa Yogananda. Me la compré, la leí y se la pasé a un amigo. Los dos decidimos hacernos discípulos en la organización.

Me mandaban cartas regularmente con las enseñanzas del fundador. Enseñaban cómo hacer el kriya yoga, que según ellos es la forma más avanzada y real de hacer el yoga.

Aquí no se trata de contorsiones físicas. Las únicas posturas que había que adoptar nos disponían hacia una meditación profunda.

Pedían ellos que no hablase del contenido de esas cartas a mis prójimos, por si lo entendieran mal, y ese aspecto reservado y sectario preocupaba a mis padres.

El kriya yoga difiere del modo cristiano de hacer meditación. Aquí se trata de concentrar la atención, si me acuerdo bien, en el misterio que está “detrás” de los otros: había que vaciar la mente de lo superfluo, de lo que es del mundo, para gozar de lo que está más allá del bien y del mal… para conducirme al éxtasis, a la dicha, a una experiencia del Dios que “permea” el universo.

También enseñaban técnicas de respiración. Desde que adopté esas prácticas (y mucho tiempo después de haberlas abandonado) hasta el día de hoy, tengo dificultad de respirar durante la noche, cuando duermo.

Creo que es una forma de apnea del sueño, pero ha sido difícil el tratamiento médico hasta ahora. No significa necesariamente que las dos cosas estén vinculadas; sólo es llamativa la coincidencia.

Leí en algún blog hace unos años que las técnicas de respiración que proponían ellos no eran nada más que formas de privar el cerebro de oxígeno para que, quién sabe, se dé en la mente algún sentido de que se está logrando una meditación muy pura.

Cuando meditaba yo, sentado, con la espalda bien derecha, pude sentirme una o dos veces casi levitando; al menos, dejé de sentir la almohada debajo de mí.

Concentraba mi atención en el “tercer ojo”… después de cinco, diez minutos de meditación así, sentía como si mi cuerpo entero, empezando por este “punto cardenal”, se llenara de luz. Me resulta difícil describirlo.

Entre los maestros, Jesús

El local de meditación de la SRF en mi ciudad era sobrio, sencillo y ameno. En el centro de la sala había una especie de altar con seis imágenes: los seis “santos” de la organización.

Los dos que ocupaban el centro eran Jesús y Krishna; a la izquierda, el gurú del gurú de Yogananda, Lajiri Majashaia, y otro a quien llaman Majavatar Babayí.

Sostiene Yogananda en su autobiografía que este último es casi como un dios, que es posible que haya vivido más de mil años en la tierra, y que aún hoy en día sigue solitario en una cueva del Himalaya.

Se supone que es poderosísimo en el mundo sobrenatural, que tiene poder incluso sobre la vida y la muerte. A la derecha estaban el fundador, Yogananda, y su maestro, Swami Sri Yukteswar, quien habría resucitado de entre los muertos.

Con respecto a Jesucristo, se hablaba mucho de Él, pero casi nunca lo citaban. Cuando lo citaban, se trataba de unos versículos que interpretaban a su manera.

Por ejemplo, dice Yogananda que en Mateo 6,22, el Señor se refiere al “tercer ojo” que encontramos en muchas expresiones religiosas orientales. Con esto, un puñado de ejemplos más y la concepción que Yogananda daba a sus discípulos sobre Cristo, se creía conocerle mejor incluso que le conocen los propios cristianos.

Estos habrían usurpado la enseñanza de Jesús, haciendo de Él una mente estrecha, un cerrado, un dogmático.

Jesús se habría ido a la India y habría alcanzado allí la auto-realización que prometen (la perfecta comprensión de uno mismo), para luego hacerse maestro de la misma filosofía y llevarla a Palestina. Por este camino, según la SRF, se llega a la perfección.

Aparte de eso, otro concepto de Cristo empleado frecuentemente entre ellos era el de la “conciencia de Cristo” (o crística).

Recuerdo que, durante un retiro en Washington, repetíamos cantando: “Oh mi Cristo, Jesucristo, ven, Cristo, de color de nube, ven”. Aquí no invocábamos al Jesucristo de los cristianos. Llamábamos a esa “conciencia de Cristo”, que es como la mente de Dios que permea el universo.

En esto se podría decir que la teología de la SRF es en parte panteísta y, en cierto modo, adopcionista, ya que el hombre Jesús habría recibido, o alcanzado plenamente, esta conciencia crística, y se hizo uno con ella, perfecto.

Cada hombre, pues, puede alcanzar lo que alcanzó Cristo; Él no es mayor a nosotros por naturaleza, sino un ser perfectamente iluminado. Los hombres también han de tender hacia este conocimiento.

Yogananda sostiene en su autobiografía, basándose en Mateo 17,11-13, que Jesús y Juan Bautista son reencarnaciones de Eliseo y Elías, respectivamente (sí: el maestro, en su segunda vuelta, se hace discípulo, mientras el que antes era discípulo se hace maestro).

Como se puede apreciar, daba una interpretación muy específica a algunos pocos textos bíblicos que podrían venir a sostener tal teología (no sin hacer violencia al resto de la revelación divina).

Un progresivo abandono… y la conversión

Gradualmente, perdí interés en el grupo. Desalentado, desanimado, sabía que Dios existía (ya que la SRF habla de un Dios personal) y que llegar a conocerlo era la meta principal de la vida.

También sabía que era justo y que se podía vengar de mí, pero que yo no tenía ninguna fuerza para vencer mis malas tendencias.

Resultó que un amigo mío, también aficionado a filosofías orientales, se convirtió al cristianismo tras haber experimentado un milagro en su vida.

Después de su conversión, mi amigo cambió de estilo de vida y demostró un gozo y un celo irresistibles y contagiosos. Hablaba con libertad acerca de Jesús a todos los que le rodeaban.

Él me alentaba a que yo también buscara a Dios, pero lo hacía con humildad, me respetaba al mismo tiempo.

Veía la nueva felicidad de mi amigo, pero no me podía atrever a darle la razón. Eso sería admitir que me tenía que convertir en cristiano, y el cristianismo carecía de exotismo.

Mi orgullo era fuerte, y para mí todavía era atractiva la idea de que podía yo llegar a ser “santo” según el modo de Yogananda y, mediante eso, ser diferente de todos los demás jóvenes de mi ambiente.

Mi amigo me regaló un Nuevo Testamento de bolsillo, y me lo llevé a un viaje que hice con mi familia y que duró un mes.

Durante los largos trayectos en coche tuve tiempo para leer los Evangelios. Al leerlos, me di cuenta rápidamente de que el Jesús que allí encontramos no era el mismo Jesús de la SRF.

Me di cuenta de que tenía grave necesidad de conversión. Jesús hablaba del infierno, de la gran miseria del hombre; encontré en todas las parábolas una urgencia gravísima, por el peligro que corre cada uno, y que nadie que no toma la cruz para seguirle puede ser salvado.

Y encontré al mismo tiempo una ternura y afabilidad de la que nunca antes había sido testigo… ternura que, a diferencia de la consolación espiritual limitada que encontraba en la SRF, venía acompañada de una autoridad paterna y fidedigna; de una autenticidad, de una sinceridad que sólo podría venir de un Dios.

Durante el viaje, me topé con un desconocido en un restaurante y nos pusimos a hablar largamente sobre Jesús.

Él me hizo conocer algo totalmente nuevo: gracia y misericordia. No podía salvarme por esfuerzos míos. Necesitaba la gracia, el perdón, la misericordia. Y lo único que podía hacer para obtenerlo era pedirlo. No era algo que podría obtener con mis esfuerzos.

Primero protestante, después católico

Tres años anduve con los protestantes. Crecía mucho en fervor, en alegría, en esperanza. Iba conociendo más y más a Jesús.

Leía libros extraordinarios, además de la Biblia (la cual llegué a conocer con mucha profundidad), libros sobre historias modernas de “santos” protestantes (en China, en Rumanía), historias de persecución, historias de conversiones de musulmanes.

Participaba también en la obra de evangelización en el campus universitario. Tenía mucho celo por las almas, por las conversiones, por Jesús, por la predicación; quería ser misionero.

Pero mis pecados seguían reteniéndome. No lograba vencer mis pecados: sólo pedía, no luchaba… o muy pobremente. Tomaba ciertas medidas, pero no resoluciones fuertes; esperaba (en el mal sentido) un milagro divino.

No lograba vencer mis pecados, y quería evangelizar. Pero ¿cómo podía evangelizar si yo no era santo? Lo sabía bien. Y, ¿a qué evangelizaba la gente? ¿A una filosofía? ¿A alguna comunidad cristiana local? Si fuera así, ¿cuál? Pues había muchas, cada una con sus virtudes y vicios.

La infructuosidad de mi vida cristiana como protestante y la desesperación en la que vivía me empujaban a buscar soluciones. Necesitaba una Iglesia sola: la de siempre. Empecé a buscar.

Y conocí a unos católicos que en verdad estaban llenos del Espíritu Santo, algo que nunca había visto antes.

Esta religión de fariseísmo, de ritualismo vacío, tal como nos enseñaban en los círculos protestantes, creaba santos. Encendió en mí una curiosidad sincera.

Hice muchas lecturas en sitios web de apologética. Leí citas de los santos Padres y lo uní a mi propio razonamiento.

Al fin y al cabo me convencí de la necesidad que tenía de los sacramentos, después de enterarme de su validez histórica.

Estaba hambriento de la Eucaristía, del perdón de la Penitencia. Pero más que nada, fue el testimonio amoroso de unos católicos auténticos en su fe lo que me dio el empujón inicial para que emprendiera el camino.

 

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