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Grandes familias: una oportunidad de ligereza

Jorge Martínez Lucena - publicado el 24/06/16

Pese a rozar la comedia de enredos, no es más que un filme ligero, gozoso y solar, hecho para verlo y seguir viviendo, solo que un poco mejor

Hay algo en el cine francés que es como el camembert o los vinos de Chablis. Es una especie de calidez amarilla que sobrevuela las historias, que ya barnizaba la arrogante y expresiva belleza de Brigitte Bardot y Catherine Deneuve, heredada después sin mácula, aunque con variantes infinitas, por Emmanuele Béart, Juliette Binoche, Emmanuelle Seigneur, Sophie Marceau, Irène Jacob, Audrie Tautou o Julie Delpy.

Es algo que también se condensa en interpretaciones masculinas, capaces de hacerse con la pantalla de modos inesperadamente ordinarios, como ya sucedió con Belmondo o Delon, que se perpetuaron extrañamente a través de figuras personalísimas como Gerard Depardieu, Jean Reno, Daniel Auteuil y, últimamente, Jean Dujardin. Es ese tono vagamente otoñal y húmedo, que quiebra la sonrisa antes de que esta se atreva a pronunciarse, fabricando dramas soft en los que no se ríe de alegría más que por dentro, aunque, si te fijas, lo notas al salir del cine.

Grandes Familias (2015) es precisamente ese cine que se estrena con aspecto de haber madurado ya un año en barrica de Roble, con nemorosos bosques de árboles enormes, salteados de jardines donde circulan aires perfumados en torno a áureos y señoriales edificios que evocan ese Versalles que misteriosamente todos llevamos dentro.

La película nos cuenta una historia parecida a la de muchas familias de nuestros días. Un matrimonio con hijos se rompe porque no se querían lo suficiente entre ellos. Alguno de los cónyuges rehace su vida y pasa a formar parte de otra familia, convirtiéndose en una especie de bisagra entre dos mundos que muchas veces creen tener infinitas razones para odiarse entre sí, cuando, les guste o no, forman parte de la misma siderurgia familiar.

Todo empieza en Shanghai. Jérôme Varenne (Mathieu Amalric) es un financiero francés que vive allí en compañía de su también socia Chen-Lin (Gemma Chan). El conflicto se desencadena cuando Jérôme aprovecha un viaje de negocios a Londres para visitar París y presentarle a Chen-Lin a su familia. Allí se entera de los problemas económicos de su madre viuda. Parece tener dificultades para cobrar el dinero de la venta de su casa solariega en Ambray debido a un litigio entre el constructor que se la compró para hacer una urbanización de lujo y el alcalde del pueblo, que quiere ejecutar su derecho de compra preferente para edificar pisos para la gente sencilla del pueblo.

Ante esta noticia inesperada, Jérôme decide visitar Ambray para solucionar el problema. Sin embargo, ese imprevisto viaje le volteará la vida a través de continuos encuentros y desencuentros que le pondrán ante innumerables evidencias de que su padre era francamente distinto a como él lo recordaba, de que su familia era mucho más amplia y compleja de lo que él se imaginaba, y de que el verdadero amor no es una mera costumbre o una posesión sino una gratuidad que te atrae y te alegra día a día.

Pese a rozar la comedia de enredos, no es más que un filme ligero, gozoso y solar, hecho para verlo y seguir viviendo, solo que un poco mejor. El director es Jean-Paul Rappeneau, el mismo que hace más de 25 años nos regaló aquel fantástico Cyrano de Bergerac (1990).

Las interpretaciones son sobriamente magistrales. Desde la elegancia asiática de Gemma Chan, que parece salir de la mismísima Desando amar (2000), a la magnética y atractiva seriedad interpretativa de Marine Vacth, que sería un más que digno ángel de Victoria Secret, pasando por el ya conocido savoir faire ante la cámara de un monstruo dramático como Mathieu Amalric, que salió más que airoso de un papel tan complicado como el protagonista de la magnífica La escafandra y la mariposa (2007), de Julian Schnabel. Por no hablar de profesionales como Gilles Lellouche o de la madura Karin Viard, que borda un secundario fantástico, capaz de transmitir infinita inocencia, calidez y bondad solo desde sus ojos azules y su efigie de madre con tanta clase como dignidad.

Una de esas películas que pasan desapercibidas por nuestras carteleras, tan habituadas a la acción desenfrenada y los efectos especiales, y tan poco hechas a los relatos mínimos de la gente corriente. Verla es una oportunidad de ligereza y no habría que dejarla pasar.

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