Lo importante no es solo participar, sino perseguir el ideal en ello
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En Calgary 88 una figura desconocida aletea en el salto de esquí. ¿Es un hombre, es un águila, es un avión? No; es un chico miope como pocos, regordete y fracasado: Michael Edwards, llamado Eddie, y apodado «el águila».
Michael (Taron Egerton) nunca ha dado la talla: creció cojo y sus trofeos son una colección de gafas rotas; siempre le han dicho que no está hecho para lo grande. Sin embargo, Eddie-el-patoso está dispuesto a partirse el cuello por conseguir su sueño; quiere ir a las olimpiadas, esquiar, saltar. Él no es su fracaso.
Fiasco tras fiasco, no se cansa jamás de perseguir lo imposible. ¿Y qué hace falta para conseguir el ideal? Encontrarse con otro loco que muestre que lo imposible es posible. Bronson Peary (Hugh Jackman) es este hombre: un antiguo campeón del salto de esquí borrachín y venido a menos. Con él, Eddie conseguirá convertirse en el primer deportista británico que compite en unos Juegos Olímpicos en salto de esquí. Con Eddie, Peary remontará su vida y redimirá su pasado tarambana.
Es este uno de los típicos biopics que llegan cada año sobre la historia de superación a través del deporte. Es fácil encontrar estas cintas tuteladas por un actor o director de primer nivel. Ahí están McFarland, USA, con Kevin Costner; El chico del millón de dólares, con el John Hamm de Mad Men; Un sueño posible, con Sandra Bullock; Moneyball, con Brad Pitt; Invencible, de Angelina Jolie, etc. Mucho antes, el mismo John Houston se había encargado de ello, y nos había enseñado la épica del fracasado.
En este caso, tenemos a un Hugh Jackman paternal, humano, y un poco tirillas para lo que viene siendo habitual; vaya, lo que sería el típico malogrado a los ojos de la sociedad del éxito. A diferencia de las anteriores cintas, en esta película, de factura muy televisiva, y con muchos guiños previsibles, los personajes resultan un poco cómicos, gazmoños, y sin halo trágico. Es quizá por esta amabilidad blanda que la entrega resulta especialmente adecuada para un público juvenil.
En este sentido, no se entiende esa innecesaria escena en que Jackman explica el salto de esquí emulando un orgasmo (concesión o respuesta a la famosa escena de Cuando Harry encontró a Sally), y que la coloca fuera de cierto público.
Poca épica, ñoñería, humor infantil, ritmos televisivos, clímax previsibles. Y sin embargo, resulta. ¿Qué es tiene esta cinta que la hace tan entrañable? Pues que la épica es lo cotidiano. El film cuenta una historia de superación y de amistad. Dos deseos y dos desastres se encuentran, y surge lo posible. Eddie encarna la persecución del ideal en circunstancias adversas, la lucha entre el sueño de Ícaro y la gravedad de Newton.
Lo interesante de este biopic es la relación de amistad entre Eddie y Peary, personaje inventado para el propósito. Este le entrenará no solo con la técnica, sino que cuidará especialmente de su deseo. En efecto, de joven, Bronson fracasó al confiarlo todo al talento, sin tener el corazón puesto en la montaña. Pero ahora la amistad, sacará lo mejor de ellos, el coraje, el gusto por no ceder a la condena.
Porque la película le dice al mundo de éxito que lo importante es participar si con ello uno conoce el ideal que perseguía. Participar por participar, en el caso de Eddie, el quebrantahuesos, no sería más que inconsciencia suicida.
Ciertamente, en algún lugar muy fino está la frontera entre el freak y el antihéroe. Nuestra cultura del rendimiento produce fracasados (léase a Byung-Chul Han). No-poder es una derrota. El antihéroe y el freak salen de este mundo; el primero, villano o no, con su propio sistema moral; el segundo, por extrañeza, por bufonería.
Por esto, la película rompe la dinámica contemporánea. En una cultura sin esa referencia externa por la cual uno avanza comparándose, quizá envidiando, Eddie y Peary son el símbolo de una amistad que dice «sí puedes, podemos. Salgo hacia ti; tu mal, nuestro error, no es la última palabra». El enfoque de la película hacia Edwards festeja el verdadero espíritu humano. En una amistad así, quien no corre vuela.