Encontrar el reflejo imperfecto de un amor perfectoEl otro día me quedé pensando en santa Bernardita. Cuando tuvo que explicarle al escultor que quería reproducir la imagen de María, lo hizo expresando en palabras lo que había visto. No era tan sencillo. Al acabar la escultura, ella no estaba conforme.
María era mucho más bella de lo que ella había podido expresar. Más bella incluso que lo que retuvo la retina de sus ojos. ¿Cómo recoger en mármol esa experiencia tan honda de Dios? Imposible. Si tuviéramos que hacerlo nosotros, con la mirada interior que tenemos de María o de Jesús, tampoco quedaríamos conformes al ver el resultado.
Akiane Kramarik es una mujer que pinta desde que tiene cuatro años. Ella pinta lo que ve en su alma. Con ocho años pintó el que es hasta ahora su cuadro más reconocido: El Príncipe de la paz.
Se trata de un retrato de Jesús, en el que aparece de frente con una expresión serena y unos llamativos ojos verdes (la imagen superior).
Su imagen de Jesús no coincide con la que yo tengo de Él. No importa. Ella lo veía así en su alma. Y pinta con pasión los ojos. Lo explica así: “Lo que más me gusta es pintar los ojos, ya que me imagino toda una vida dentro de ellos”.
En la mirada tenemos escondida toda nuestra vida. Son las ventanas del alma. Ella pinta lo que ve en los ojos, lo que ve en el alma.
¡Qué difícil pintar a Dios, pintar a María! ¡Qué difícil reducirlos al mármol, a la pintura, a las palabras! Ese Dios todopoderoso reducido a algo perecedero. Esa mujer revestida de sol que reina sobre los cielos retenida en un pedazo de mármol.
Es cierto que todos necesitamos imágenes, cuadros, esculturas, para tocar de cerca a Dios, para que algo de lo sagrado se nos pegue. Al mirarlas nos acercamos más a Dios. Pero su ser no se acaba en una imagen. Es imperfecto todo lo que hacemos, limitado.
Por eso creo que todos, con nuestra imagen interior, formamos el rostro de María. Todos componemos esa melodía en la que está Dios oculto.
Me gustaría dibujar con mis palabras el rostro misericordioso de Dios. La mirada profunda de María. Dibujar torpemente sus rasgos. Componer la canción que mejor exprese ese amor que todo lo llena. Ese amor ilimitado que me desborda, sana mis heridas, le da sentido a mi camino.
María es esa puerta abierta de la misericordia que yo atravieso cada día. Hacen falta palabras, cuadros, esculturas. Hacen falta personas, rostros, manos. Es necesario para llegar a Dios tocar lo más humano. Y en lo humano encontrar el reflejo imperfecto de un amor perfecto.
No importa que sea imperfecto. Lo importante es que me evoque un amor imposible, eterno, ilimitado. Por eso sé que dibujar ayuda, lo mismo que escribir y esculpir. Lo mismo que amar con todas mis fuerzas, aunque sea torpe y limitado. Es mi vida la que mejor puede reflejar su amor, su rostro, su mirada.
En mis ojos se esconde una vida entera. En mis ojos, cuando en ellos miran los ojos de María. En mi forma de darme, de tratar a los demás. En mi manera original de hablar a otros, de contarles lo que veo de Dios. En mis pensamientos y en mis deseos.
Miro a María en mi pobreza. ¡Qué lejos estoy de la paz de su mirada! ¡Qué lejos de sus manos que acogen y abrazan! ¡Qué lejos de ese amor infinito que me sostiene! Miro a María buscando la paz.
Necesito reflejos de María que me acerquen a Ella. Que en la tierra me muestren su abrazo, su rostro, su mirada. Cuando nos faltan esos reflejos humanos nos quedamos huérfanos. Y tenemos que buscarlos en una imagen.
Es lo que vivió Teresa de Jesús al morir su madre: “Acuérdome que cuando murió mi madre quede yo de edad de doce años. Como comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra señora y supliquela fuese mi madre. Con muchas lágrimas. He hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a Ella”.
O lo que hizo Catalina Kentenich al consagrar a su hijo José Kentenich a María en la entrada del orfanato. Para que no se quedara huérfano. Y María se convirtió en su Madre. Necesitamos lazos humanos para llegar a Dios.
Lo decía el Padre Kentenich: “Dios nos quiere atraer con lazos humanos. Por eso procura que nos dejemos vincular por el amor filial, conyugal, paternal. Pero Dios tira de ese lazo hacia arriba, y no descansa hasta que todo esté ligado a Él”[1].
Y cuando faltan esos vínculos humanos, tenemos que pedirle a Dios la gracia de arraigarnos para siempre en su corazón. Un regalo de Dios. María quiere grabar su rostro en mí para que yo pueda ser un reflejo limitado y torpe de su amor infinito. Mi amor finito un reflejo de su amor más hondo.
Quiero dibujar con mi vida el rostro de María. Quiero que su misericordia se refleje en mi amor. Estoy tan lejos. Me faltan las palabras. Me faltan los gestos.
Tal vez si me dejo hacer verán otro rostro. Verán otra mirada honda en mis ojos. Y escucharán en mis palabras otras palabras verdaderas, con vida eterna, las suyas. No lo dudo. Dios lo puede hacer posible. Si yo me dejo.
[1] J. Kentenich, Kentenich Reader III