Con un amplio espectro de circunstancias vitales ellas se encuentran “viviendo en el mundo”
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El mundo lo ignora —quizás difícilmente pudiera imaginarlo— pero, a comienzos de este mes, se reunieron en Roma vírgenes consagradas venidas de todos los continentes, desde un amplio espectro de circunstancias vitales y con edades que van desde los veintimuchos hasta pasados los ochenta, con el objetivo de ayudar en la clausura del Año de la Vida Consagrada.
Este encuentro internacional, que recibe el nombre “Vida Consagrada en Unidad”, fue patrocinado por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica (la oficina vaticana que supervisa la vida consagrada en todas sus variadas expresiones).
Reunió a representantes de las muchas formas de vida consagrada en la Iglesia de hoy, incluyendo la vida monástica enclaustrada; la vida religiosa apostólica y las sociedades de vida apostólica; institutos seculares; recientes formas de vida consagrada en desarrollo y la Ordo Virginum, a la cual yo pertenezco.
La Ordo Virginum (es decir, “Orden de las Vírgenes”) no hace referencia a una “orden” en el sentido de una orden religiosa específica, como la Orden de San Benito (benedictinos) o la Orden de Predicadores (dominicos), sino más bien a un significado más antiguo del término, que describe a cierto tipo de persona o vocación dentro de la Iglesia.
Aunque las vírgenes consagradas son miembros de la Ordo Virginum en el sentido de que se clasifican dentro de esta ordo como categoría, una virgen consagrada entra en su vida consagrada como individuo y permanece bajo la autoridad directa de su obispo.
En cierto sentido, hoy en día la virginidad consagrada es al mismo tiempo la forma más antigua y la más nueva de las vidas consagradas en la Iglesia católica.
Ya desde tiempos apostólicos, siempre ha habido algunas mujeres cristianas que han sentido la vocación de dedicarse por completo a Cristo, tanto como les fuera posible, renunciando así a la posibilidad de un matrimonio terrenal y comprometiéndose a vivir una vida de perpetua virginidad.
Siglos antes de que las mujeres tuvieran la posibilidad de pronunciar votos como monjas en comunidades religiosas establecidas, la Iglesia ya había dispuesto un rito para consagrar solemnemente a las mujeres en una vida de virginidad.
Con la proliferación de las formas de vida monástica organizadas a principios de la Edad Media, el Ritual de Consagración a una Vida de Virginidad empezó de forma gradual a quedar reservado a sólo ciertos tipos de monjas enclaustradas.
Sin embargo, el documento Sacrosanctum Concilium del Concilio Ecuménico Vaticano II, de 1963, llamó a una revisión del Rito de Ordenación (o consagración) y, en 1970, se promulgó una versión renovada del ritual.
Aunque se mantuvieron la mayor parte de los elementos del Ritual tradicional, hubo una actualización notable que extendía la práctica, ahora de forma explícita, a las mujeres que no viven en clausura, o “las mujeres que viven en el mundo” (de hecho, hoy parece que son sus principales destinatarias).
De esta forma, en una situación de cierta forma paralela a la reintroducción de los diáconos permanentes, el Ritual revisado volvió a establecer la antigua Orden de las Vírgenes en la vida de la Iglesia moderna.
Hablando ahora desde mi experiencia vital como virgen consagrada, la situación histórica excepcional de la Ordo Virginum es tanto una fuente de fuerza como de inspiración, y también la causa de muchos problemas prácticos.
Por un lado, las vírgenes consagradas han heredado una espiritualidad muy rica, tanto del venerable texto del Ritual como de los escritos de los Padres de la Iglesia.
Por ejemplo, debido a que se ofrece al Señor de forma incondicional, una virgen consagrada ha venido recibiendo tradicionalmente el título de “esposa de Cristo”, lo que dio paso a que los Padres de la Iglesia las describieran como una imagen especial de la mismísima Iglesia.
Por otro lado, puesto que el Ritual de Consagración de Vírgenes no fue renovado hasta 1970, aún quedan muchas dudas sin resolver sobre cómo concretamente se debe vivir esta vocación.
Un ejemplo en el que esta situación se hace especialmente evidente es en la falta de detalles específicos en las normas universales de la Iglesia en relación al discernimiento de vocaciones a la virginidad consagrada o a la formación de aspirantes a vírgenes consagradas.
Además, debido al relativo secretismo de esta vocación durante las últimas décadas, las vírgenes consagradas tienden de alguna manera a aislarse unas de otras, lo que dificulta el acto de dar y recibir apoyo espiritual entre hermanas.
En vista de estos retos, estoy segura de no ser la única virgen consagrada que encontró el simposio vaticano maravillosamente alentador.
Si bien las charlas durante nuestras reuniones fueron realmente reveladoras y útiles, en ciertos aspectos el auténtico beneficio de asistir al simposio fue simplemente la oportunidad de encontrarse con otras vírgenes consagradas de todo el mundo.
Resultó estimulante poder saber de tantísimas formas destacadas en que las vírgenes consagradas se involucran para servir a la Iglesia: oímos hablar de vírgenes consagradas que trabajaban como teólogas profesionales, que gestionaban enormes proyectos de caridad, que participaban de diversas formas de actividad misionera, e incluso de una virgen consagrada que trabajaba en la preservación del arte histórico de su diócesis.
Y más allá de todo esto, ser testigo de primera mano de cómo crece esta vocación fue algo esperanzador, incluso en partes del mundo donde la Iglesia se enfrenta a la persecución religiosa o a los retos de una sociedad cada vez más secularizada.
Finalizamos la conferencia con la esperanza de que tal vez en 2020, el año en que se cumple el 50º aniversario de la renovación del Ritual de Consagración, pudiera ser la ocasión para otra reunión del Ordo Virginum en Roma.