Heat, protagonizada por Al Pacino y Robert de Niro, es una estupenda película para comprender la cultura en que vivimosAlgunas segundas partes son buenas. A veces, incluso mejores que las primeras. En 1974 Francis Ford Coppola lo demostró con El Padrino II. La historia es de sobras conocida, Coppola había ganado el Óscar a la mejor película con El Padrino y dos años más tarde lo volvió a conseguir con la secuela. Nadie lo había logrado antes.
Para esta segunda película reunió a dos jóvenes actores de la Escuela de Nueva York, Pacino y de Niro. Pacino sobrecogió esta vez con la transformación camaleónica de la figura de Michael como el nuevo padrino y de Niro interpretó, en una historia paralela, los inicios del joven Vito Corleone.
Ambos actores, promesas del cine de los 70, se consagraron definitivamente con sus interpretaciones. Se quedaron para siempre en la retina de los cinéfilos y sus escenas son ya mitos de la historia del cine. Pero junto con la leyenda surgió el deseo: en la película ninguno de los dos actores compartió ningún plano, nunca aparecieron juntos, y ni siquiera llegaron a estar en el mismo set de rodaje.
Hubo que esperar a 1995 para que existiese esa escena: Robert de Niro y Al Pacino juntos por fin en un mismo encuadre, bajo la misma cámara. La película fue Heat, dirigida y escrita por Michael Mann. No fue ni con mucho todo lo que se podía esperar, pero a pesar de ello dejó destellos de gran cine.
De forma muy plana, Heat es la historia de cómo un resabido y archicansado policía persigue a un muy profesional y frío ladrón de bancos y su banda. El primero —Vicent Hanna— es un hombre que mantiene unos ideales herrumbrados, el segundo —Neil McCauley— es un bloque de hielo que se está fracturando. Ninguno de los dos lo quiere reconocer para sí mismo. Su fortaleza por mantener el tipo es lo que les hace simpáticos mutuamente. Ambos, sin conocerse, se respetan y, en cierto sentido, se admiran. Básicamente su simpatía proviene en que cada uno adivina en el otro su antagonista: son un reflejo de lo que uno sería si fuese ladrón o de lo que sería siendo policía. Se están mirando al espejo.
La recreación y el contexto de la película es lo que durante 30 años los pensadores de todo tipo han llamado postmodernismo. El mundo es una ciudad de asfaltos y cristales, tecnología que sirve tanto para robar como para atrapar a un ladrón. Hanna va por su tercer matrimonio y a su hija política la atiende un psicólogo, se intenta suicidar y su mujer —al caso, la madre— es capaz de presentarle directamente su amante en su propia casa. En la banda de Neil hay hombres enganchados al juego y el alcohol, infieles a sus esposas, de esposas también infieles, traidores, psicópatas. El capitalismo parece ser la única fuerza originadora: dinero.
Los grandes ideales, antaño de granito y acero, ahora son de cartón piedra y gomaespuma. Ya se ha vivido el desencantamiento del desencantamiento. Son los efectos existenciales —muy reales— de descubrir que bajo los adoquines lanzados en mayo del 68 —“sous les pavès, la plage”, bajo los adoquines, la playa— no se escondía la arena clara de una playa paradisíaca, sino otra cosa.
Estos hombres ya no viven el desencantamiento de la objetividad moderna, de los grandes valores universales, de la democracia como culmen de la libertad, de ese progreso científico que iba a conducir al progreso moral, la paz mundial y el fin de toda desigualdad. Ya no son los hombres tras la modernidad —postmodernos—, son, más bien, los que ya la han vivido.
En la década de los noventa, en el Occidente moderno, ya no hay lógica sino metáfora, ya no hay bien sino tolerancia, ya no hay Dios sino creencias, pues tal y como afirmó Vattimo, el pensamiento débil no deja de ser un tipo de “anarquía no sangrante”. Todo cayó frente al relativismo y relativos se hicieron los hombres y sus productos.
Los personajes secundarios de Heat parecen ser ese hombre que ha vivido el postmodernismo durante treinta años: la mujer de Vicent —cansada de no sentir y tomar ansiolíticos—, su hija política —inestable y sin rumbo que busca el suicidio— , el compañero de Neil —jugador, infiel y emocionalmente inconsistente— y tantos otros. Seres desencantados con el desencantamiento postmoderno. Personajes sin aparente rumbo, con un subjetivismo encarnizado que hace de la psicología su mejor arma, de la sociología su mejor moral y de la tecnología —ya no la “ciencia”— su mejor amigo.
Pero de entre todos esos hombres postmodernos ha renacido otro. Tiene su bondad, tiene su cultura y tiene razones. Ha crecido y vivido en los efectos de la postmodernidad y ha sabido augurar su sin sentido. A la par, también ha renunciado a los grandes ideales de la maltrecha Ilustración. Está, ahora mismo, “de pié” frente a esa decadencia, la soporta y la contempla a veces con justicia, a veces con misericordia. Parece un hombre sincero, íntegro y que ha sabido tanto encajar los golpes de ese adoquín de mayo del 68 como el desengaño de que no había playa bajo él.
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La escena de Heat donde se encuentran Pacino y de Niro, Vicent Hanna y Neil McCauley, policía y ladrón, saca a luz quién es ése nuevo hombre. Hanna, el policía, está tras McCauley, pero este es tan esquivo, preciso y metódico que es imposible tener pruebas contra él. Harto de ese juego de ratón y gato le da el alto con el coche y se acerca a él. Se acerca decididamente, ambos tienen sus pistolas cargadas y sin seguro. Ante cualquier duda: disparar. Hanna se acerca a la ventanilla y con su nueve milímetros debidamente escondida bajo la manga le dice: “¿Qué te parece si te invito a un café?”. Y allí están, sentados en una cafetería, frente a frente, compartiendo un café. No hay lo que los ingleses llaman “chit-chat”. Vicent le dice que le va a atrapar tarde o temprano, que lo deje, que tenga una vida normal. “Y ¿qué es una vida normal?, ¿barbacoas y partidos de beisbol?”.
Sí, esos son los restos de la gran caída de los ideales modernos y de las ruinas que tras de sí ha dejado la postmodernidad. Muerta la vida y muerta ya también la muerte, sólo quedan las barbacoas y los partidos en la tele. Durante años la sociología se ha encargado de bautizar a esas generaciones con diversos nombres pero con el mismo patrón: “generación ni-ni”, “generación perdida”, “generación X” o “generación millenium”. Las ciencias sociales llevan casi treinta años así. Pero el reto no es la administración sociológica de la postmodernidad, sino la respuesta de Neil: “Eso está muy bien, ¿es esa tu vida?”.
Y el archicansado policía le contesta con la descripción de lo que ya todos sabemos que ha sido la postmodernidad: “No… mi vida es un completo desastre. Tengo una hijastra que está hecha polvo porque su verdadero padre es un gran estúpido. Tengo mujer, y estamos pasando una crisis en nuestro matrimonio —mi tercero—, porque gasto todo mi tiempo en perseguir a tipos como tú”. Ése es el mundo que tienen alrededor, pero ellos se mantienen erguidos, no han perdido la cabeza en un mundo roto donde parece que nada se ha salvado del naufragio.
Parece como si sólo existiesen tres alternativas a ese mundo. O ser un nostálgico de la modernidad generando una filosofía ajena a la realidad y la historia. O caer bajo la herencia del nihilismo postmodernista y vivir como quien deja que la vida pase por encima. O intentar ser el superhombre nietzscheano que imprime una voluntad creadora más allá de cualquier norma, lógica, ontológica o del supermercado.
Pero ese nuevo hombre visto en de Niro y Pacino no se resigna a ninguna de las tres opciones: “¿acaso me ves atracando licorerías con un tatuaje en mi espalda que diga “nacido para ser un perdedor?”, le dice Neil. Y es que la posible contrarréplica en formato policíaco bien podría ser: “¿acaso me ves poniendo multas con un donut relleno en mi mano y un boli en la otra?”. Ambos siguen unas reglas, creen en una objetividad y ambos buscan una excelencia y un perfeccionismo. Hay algo bueno en el “ser-ahí”, aunque sea mínimo y no dejan de reconocerlo. No son escépticos: “hago lo que mejor sé hacer. Robo. Tú haces lo que mejor sabes hacer: detener a tipos como yo”. Pero tampoco se creen superhombres, porque, al final, el que murió fue también Nieztcshe.
Ante ello surge una nueva síntesis que va definir la cultura dominante que vivimos hoy en día. Cuando Vicent ha retratado esa “presunta vida normal” que es un perpetuo sin sabor de eterno domingo aburrido, y al mismo tiempo sabe poner encima de la mesa que la vida no llega ni a eso: su hijastra rota, su tercer matrimonio un caos, cuando dice eso, la respuesta la tiene Neil: “Sabes, un tipo me dijo una vez: no te ates a nada en tu vida que no puedas abandonar en treinta segundos si ves a la policía a la vuelta de la esquina (A man told me once: Don’t keep anything in your life you’re not willing to walk out on in 30 seconds flat if you feel the heat around the corner)… Así, que si vas a perseguirme y a moverte como yo me muevo, ¿cómo esperas mantener tu matrimonio?”.
Ese ya no es el hombre descreído de la postmodernidad, es el hombre que ha surgido de ella. Y esa es su disciplina. Se ha generado una nueva forma de entender el tiempo del mundo: un imprevisto, treinta segundos, me voy.
¿Por qué irse? Porque nada se puede mantener frente la circunstancia excepto la propia decisión. Si la circunstancia es esquiva e inesperada, antes que resistir hasta el agotamiento cabe tener una fortaleza presuntamente mayor: hacer de la decisión más esquiva e inesperada aún. Esa es la nueva estatura del hombre. Presuntamente.
En parte, esa es una de las escenas finales de Heat, donde de Niro abandona a la mujer de su vida porque Pacino le pisa los talones. Frente a frente, delante de un hotel, una mirada mutua, un no volver la vista, caminar. No llega a ni a los treinta segundos.
¿En qué cultura, qué vida, estamos viviendo y viviremos hoy y mañana? A ciencia cierta nadie lo sabe. Todo son retales, pinceladas y esbozos por adivinar dónde estamos y cuánto queremos y podemos aguantar. Treinta segundos, y nos vamos. Pero ¿hacia dónde?
Heat es parte del inicio del tipo de cultura que estamos viviendo ahora. No somos capaces de soportar demasiadas cosas, no queremos atarnos a nada porque casi todo (incluso nosotros a nosotros mismos) nos parece volátil y circunstancial. La descripción y el análisis que se ha hecho de la escena de Heat bien puede ser una excusa para una idea que desvirtúa tanto la escena como la idea, y bien puede estar exagerada. Pero una cosa es cierta: yerran quienes se empeñan en afirmar que aún vivimos de aquellos ideales de la Modernidad y yerran quienes afirman que vivimos en la Postmodernidad y la caída de los mismos. Lo que vivimos, lo que de seguro acertamos, es que ahora estamos en el punto de ser herederos de ambos: no somos postmodernos, no somos modernos, somos su posteridad.
Para poder salir de ahí, primero hemos de comprender en qué punto está nuestra cultura, de lo contrario, saldremos, seguro que saldremos, pero saldremos sin entender, y, por extensión, sin apenas ganancia. Heat, la película, no es ciertamente una gran película, pero es un buen indicador cinematográfico para que empecemos ese camino de comprensión.