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¿No entiendes a Dios? Prueba a rezar esta oración

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 30/01/16
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“Ayúdame a amar sin prejuicios, a mirar como los niños, asombrado…”

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Hoy me gustaría viajar en el corazón hasta Nazaret. Entrar en la Sinagoga y escuchar las palabras de Jesús. Sentir que esas no son las palabras que yo esperaba. Como les pasaba a muchos de los que allí estaban.

Es verdad que eran palabras que despertaban admiración. Eran palabras de esperanza y vida. Pero no eran las palabras que ellos buscaban. No lograban ver los milagros que tanto deseaban y habían escuchado que Jesús hacía en Cafarnaúm.

¿No eran ellos más dignos que muchos de esos hombres con los que Jesús había comenzado a hacer milagros?

Ellos sentirían que ese Jesús que hablaba de misericordia, de milagros, de paz, no venía para ellos, sino para otros. ¿No lo siento yo a veces cuando me comparo con otros? A veces pienso que no viene para mí que cumplo, que respeto la ley, que soy de los elegidos. Para mí que lo conozco y lo quiero.

Viene precisamente para los extranjeros, para los alejados, para los que no creen en Él. Tal vez me cuesta entenderlo.

Los habitantes de Nazaret también pensaban de esta forma. Y Jesús les dice: “En Israel habla muchas viudas en tiempos de Elías, sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos habla en Israel en tiempos del profeta Elíseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio”.

Tal vez me costaría querer a ese Jesús tan distinto a lo esperado. Hacedor de milagros con otros, pero no conmigo. Un Jesús que me dice que Dios busca al que no cree, al que está en enfermo, al pecador.

Y yo me siento entonces como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Justo, sin mancha, pero abandonado. Y siento que yo cumplo. Y me comparo. Comparo mi vida con otras vidas. Veo milagros en otros que en mí no veo. Muchas viudas, muchos leprosos en Israel y Dios cura al extranjero.

Podríamos decir que sana al enfermo, al que no cumple, al que está lejos. Yo me siento, como ellos, mejor. Más digno. Y me enfurezco cuando Dios no cumple mis expectativas. Cuando no se detiene ante mí.

Pero me olvido de lo esencial. Dios es el que elige en su misericordia. Es el que me ama. No pasa nunca de largo por mi vida. Va más allá de mis expectativas. Por eso tal vez no encaja en mi esquema. No ratifica mis seguridades y por eso tantas veces lo rechazo.

Sana cuando quiere. Levanta cuando quiere. Y yo lo encasillo y le pido que actúe en mí, porque yo he cumplido. No le entiendo. Me he portado bien y no obtengo nada.

La injusticia de Dios nos cuesta a todos. Esa aparente injusticia que brota de su misericordia.

Una persona rezaba: “Yo te elijo a ti, Jesús, no a mi esquema. Yo sé, Señor, que Tú también me eliges a mí, no el esquema que los demás tienen de mí, ni siquiera el esquema que yo tengo de mí mismo. Me amas a mí. Ayúdame a amar sin prejuicios. A mirar como los niños, asombrado. Creyendo que todo es posible. Porque todo es posible”.

Los caminos de Dios no son nuestros caminos. Su forma de pensar y amar no es nuestra forma. Quisiera parecerme más a Él, amar como Él, vivir como Él.

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