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¿Es posible que Dios me pida algo que yo no pueda dar?

Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/01/16

Mi vida cobra sentido cuando le digo un sí alegre a mi vida como es hoyObedecer al Señor no siempre es tan sencillo. El corazón se apega a sus propios deseos y no quiere otra cosa que vivir la felicidad plena aquí y ahora. A veces se aferra a proyectos que no calman la sed. Y sueña con descansar un día en un lugar en el que echar raíces.

Mi corazón tantas veces vive inquieto. Y no siempre hace lo que Dios quiere. Se rebela, se niega. Porque lo que Dios me pide parece no coincidir con lo que yo deseo.

Me gustaría saber obedecer siempre y ser más dócil al querer de Dios. Obedecer sin querer contentar así a los que me rodean, cumplir sus expectativas, responder a sus anhelos.

Me gustaría saber aplacar con más facilidad mis apetencias y no dejarme llevar sólo por lo que más me interesa.

No consiste mi vida espiritual en vivir en arrobamientos continuos, en desear estar a solas con Dios, lejos del ruido de la vida y de los hombres.

La obediencia a Dios no siempre me pide estar en oración, solo y en silencio. Muchas veces me pedirá otras cosas aparentemente menos santas.

A veces Dios no nos pide sacrificios ni renuncias. No nos pide dejar de hacer algo para ser más austeros.

A lo mejor me pide que cuide a los míos, que me alegre con ellos, que disfrute la vida hoy que mañana nadie sabe. Lo sabroso tanto como lo amargo, como nos dice Santa Teresa: “En lo que está la suma perfección no es en regalos interiores ni en grandes arrobamientos ni visiones ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios que ninguna cosa entendamos que quiere que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Dios”.

Que mi voluntad se amolde a la de Dios. Que no haga sino lo que le da alegría a Dios.

Pero, ¿cómo saberlo? ¿Cómo ser capaz de escudriñar en el alma buscando sus más leves deseos? ¿Cómo no engañarme pensando que lo que a mí me gusta es lo que le gusta a Dios?

No siempre tenemos certezas a la hora de tomar decisiones. ¿Qué desea Dios de mí? Me gustaría ser fiel a sus deseos. A los más leves.

Decía el padre José Kentenich: “El verdadero amor es el que no dice es bastante. La medida del amor es sin medida. Nuestra relación mutua debe sumergirnos cada vez más profundamente en esta medida sin medida, en lo eterno, en el Dios infinito”[1].

El amor es la única respuesta. Cuando amamos nunca decimos que es bastante. Siempre podemos dar más. Siempre queremos más. Porque el amor verdadero no tiene medida. Dice sí, y sigue dando.

Las personas que nos aman deberían ayudarnos a amar siempre más. El amor a Jesús nos tendría que llevar a darnos sin medida. A obedecer sin medida.

Pero no es tan sencillo. A lo mejor mi amor no es tan grande, ni tan profundo. Se lo digo a Jesús una y otra vez. Le digo que estoy aquí para hacer su voluntad. Y Él me escucha paciente.

Pero luego me confundo y me empeño en hacer mi camino y no el suyo. Quiero contentar a los hombres más que a Él. Justifico mis decisiones. Pretendo que a Dios le gusten mis pasos, mis elecciones. O a los hombres que me miran y esperan alguna respuesta.

Es verdad que Dios sabe lo que más me conviene. Pero yo no lo sé. No lo tengo claro. Sólo sé que me impresiona su fidelidad. Nunca me deja. Y eso que muchas veces no es su voluntad el camino que yo sigo. Y eso que además su camino no siempre es el más duro, ni el más exigente.

A veces no me pide lo que no me gusta. No desea mi renuncia ni mi pérdida. Estoy hecho para amar y ser amado, así me ha creado.

Mi vida cobra sentido cuando le digo un sí alegre a mi vida como es hoy. Con sus renuncias. Con sus elecciones. Con sus límites. Con su horizonte. Sí a mis dificultades y sí a mis alegrías. Un sí sincero a mi forma de ser, a mi vida como es.

Es la obediencia diaria y constante. ¿Cuáles son esos síes que más me cuesta dar? ¿Dónde me pide Dios hoy que le diga que sí dócilmente? La obediencia que duele y pesa. Esa obediencia que alegra el alma y la hace más ligera.

No quiero estar triste. El gozo en Dios es mi fortaleza. En Él descanso. El gozo en su presencia, con Él, a su lado. Nada temo.

 

[1] J. Kentenich, Cartas del Carmelo

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