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Cómo llevar la alegría a cenas navideñas tensas

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/12/15
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La única forma es estar yo lleno de alegría, alegrarme con la vida que llevo, no andar buscando que me aprueben, estar en paz conmigo mismo y con el mundoHay personas que irradian alegría cuando llegan a un lugar. Sin decir nada transmiten la alegría de Dios. Su hondura y su misterio se toca cuando estás con ellos. Su presencia cambia el ambiente para bien. Alegran.

El otro día leía: “El reino de Dios se hace presente donde las personas actúan con misericordia. Lo que hay que hacer es introducir en la vida de todos la compasión, una compasión parecida a la de Dios; lo primero era entender y compartir la alegría de Dios”[1]. La alegría del encuentro. La alegría que nos viene de Dios.

La misericordia hace posible que llenemos de alegría el corazón de los hombres. La compasión hacia el que sufre y necesita alegrar su vida.

Ojalá mi vida lograra que otros saltaran de alegría al verme. Ahora en las fiestas navideñas lo deseamos.

A veces es difícil. Se dan cenas tensas en las que no todo sale perfecto. No hay alegría y los temas que se hablan son superficiales. Todo es demasiado serio.

¿Cómo lograr que otros salten de alegría? La única forma es estar yo lleno de alegría. Alegrarme con la vida que llevo. No andar buscando que me aprueben. Estar en paz conmigo mismo y con el mundo. No es tan sencillo, pero es lo que deseo.

María llega y llena todo de alegría. Y Juan salta de alegría en su seno. Las miradas se encuentran llenas de amor y esperanza. De viento y luz. De sonrisas y sueños. Es el encuentro que cambia el corazón.

Se abre la puerta. El corazón de Isabel se abre. El corazón de María llega abierto. Porque la misericordia llega a nosotros. Dice el Papa Francisco: “La puerta santa simboliza a Jesús”. La puerta que se abre es Jesús mismo.

Me emociona pensar en la alegría de Isabel, en la alegría de María. La alegría provocada por Jesús. Es un hondo encuentro de amor. Un encuentro de misericordia.

Una mirada basta para cambiar nuestra vida. La mirada de Isabel, la mirada de María. Una mirada y el corazón se llena del Espíritu Santo.

Leía hace poco una oración de Ernestina de Champurcín: “Un día me miraste como miraste a Pedro. No te vieron mis ojos, pero sentí que el cielo bajaba hasta mis manos. ¡Qué lucha de silencios libraron en la noche tu amor y mi deseo! Un día me miraste, y todavía siento la huella de ese llanto que me abrasó por dentro. Aún voy por los caminos, soñando aquel encuentro. Un día me miraste como miraste a Pedro”.

La mirada de Jesús sobre mi vida. La mirada de un amor que no espera que lo haga todo bien. Que me quiere como soy, despojado de mis títulos. Que me ama en mi verdad, en lo más hondo. Y el corazón se llena de alegría cuando se sabe amado. Es la mirada de la misericordia.

Ese encuentro entre dos mujeres es el encuentro entre Dios y el hombre. Dios oculto en el seno de María. Dios mirando en los ojos de María. ¡Cómo me gustaría aprender a mirar de esa forma!

¡Cómo me gustaría mirar con amor, con misericordia! Abajarme, para estar a la altura de todo hombre. Mirar a los ojos, sin turbarme. Amar mirando, mirar amando.

Si aprendiera a mirar como Dios tal vez Él podría amar a más hombres a través de mi mirada. Podría regalar su misericordia.

Esa misericordia que no me acabo de creer del todo. Siempre espero que Dios me quiera más cuando no peco, cuando cumplo su voluntad en todos los detalles. Siempre espero una mirada esquiva cuando me alejo, un reproche callado, una decepción muda.

Siempre espero un silencio cargado de expectativas incumplidas. Una palabra que muestre desaliento. ¡Cuánto me cuesta creerme la misericordia infinita de Dios, haga lo que haga!

Decía el P. Kentenich: “Dios no nos ama porque nosotros seamos buenos y nos hayamos portado bien, sino precisamente porque es nuestro Padre. Porque su amor misericordioso fluye con más riqueza hacia nosotros cuando aceptamos con alegría nuestros límites, nuestras debilidades y miserias, porque las consideramos como razón esencial para que su corazón se abra y nos compenetre su amor”[2].

Y yo me desgasto tratando de hacerlo todo bien. ¡Cuánto me gusta agradar a todos! Y aún más agradar a Dios. Vivo haciendo las cosas bien para ser aceptado.

Y espero resultados como pago por el bien hecho. Como si en la vida no valiera la gratuidad, ni el desborde del amor infinito allí donde apenas uno logra amar.

 

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[2] J. Kentenich, Carta a su Familia de Schoenstatt, 13 diciembre 1965

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