Señor,
Tú sabes mejor que yo
que estoy envejeciendo cada día.
Líbrame, Señor, de la insensatez de pensar
que debo decir algo en cualquier ocasión.
Líbrame, también, Señor,
de este deseo enorme que tengo
de poner en orden la vida de los otros.
Enséñame a pensar en los otros y a ayudarlos,
sin jamás imponerme sobre ellos,
incluso considerar con modestia
la sabiduría que he acumulado
y que pienso que es una lástima no transmitir.
Sabes, Señor, que deseo tener algunos amigos
y una buena relación con mis hijos
Y que sólo se conservan los amigos y los hijos
cuando uno no se entromete en sus vidas.
Líbrame, también, Señor,
de la insensatez de querer contar todo con detalle
y dame alas para volar directamente a lo que interesa.
No me permitas hablar mal de nadie.
Enséñame a callar sobre mis dolores y enfermedades.
Estos aumentan y, con ello,
la voluntad de describirlos va aumentando cada vez más.
No me atrevo a pedir el don de oír con alegría
sobre las enfermedades ajenas; sería pedir mucho.
Pero enséñame, Señor, a soportar oírlas con paciencia.
Enséñame la maravillosa sabiduría de reconocer
que puedo estar equivocado en muchas ocasiones.
He descubierto que las personas que aciertan siempre no existen.
Y, sobre todo, Señor, en esta plegaria de envejecimiento, yo te ruego:
Manténme lo más amable posible.
Líbrame de pensar que soy santo.
Ayúdame a ser santo en vez de pensar que lo soy.
Y que, por medio de mi vida que te pertenece,
¡Tú me rejuvenezcas a mí y a quienes me rodean cada vez más!
¡Así sea!