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The Assassin: Mucho más que el típico cine de artes marciales

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Hilario J. Rodríguez - publicado el 27/11/15
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El siglo XX fue el de Occidente, ¿será el XXI el siglo de Oriente, y sobre todo en el cine?El cine de artes marciales tiene tanto que ver con la historia de Asia como el western con la historia de Estados Unidos. Aunque a veces sus imágenes no se ajusten con fidelidad a los acontecimientos que tuvieron lugar en el pasado, sí se ajustan a la voluntad de sus creadores para proporcionar una visión concreta de los mismos. En ese sentido, más que enseñar un poco de historia asiática, esas películas ponen de manifiesto cómo ven los asiáticos su propia historia, que ellos tratan de idealizar más que de representar, quizás para vivir como nosotros, entre las ruinas del tiempo, en un estado muy cercano al sonambulismo, mezclando hechos reales con otros imaginarios.

Lo gracioso del caso es que, con el tiempo, parte de la historia oficial de algunos países ha quedado impresa en géneros como el cine de artes marciales, quizás porque el séptimo arte comienza a ser para mucha gente su única forma de conocimiento de la historia y el único antídoto contra la amnesia que se extiende a causa del capitalismo y el consumismo indiscriminado implícito en su voraz maquinaria.

Durante el periodo de documentación para realizar The Assassin (Nie yin niang, 2015), Hou Hsiao-Hsien hizo varias visitas al museo del Palacio Nacional de Taiwán. Allí se dio cuenta de que muchos de los artefactos y objetos en exhibición eran réplicas, por eso prefirió centrarse en imágenes, en las cuales la atención a los detalles resultaba un poco más fiable. Desde sus años en la universidad le perseguía la tentación de rodar una película a partir de un chuanqi de Pei Xing, uno de los maestros del relato breve en el siglo IX, durante la dinastía Tang, y posterior modelo para quienes siguieron su tradición.

Los chuanqi mezclaban la Historia con elementos fantásticos relacionados en algunos casos con las artes marciales. Ese cóctel, no obstante, ayudó al cineasta taiwanés a tener un marco histórico más o menos fiable y ante todo a partir de un mecanismo narrativo, algo -en su opinión- bastante difícil de crear a partir de la nada. Sin Historia y sin historias es muy fácil caer en los anacronismos o la abstracción, como le sucedió en Hai shang hua (1998), una de sus películas más fascinantes pero también seguramente la más hermética.

China, Japón, Taiwán, Corea, Tailandia y, en menor medida, Filipinas son los países donde más importancia han tenido las películas de artes marciales. Distinguir la nacionalidad de cada producción no les resulta sencillo ni siquiera a los estudiosos del género, que siempre prefieren hablar de caos y confusión antes que hablar de aislacionismo o ignorancia por su parte. Para no entrar en un territorio desconocido cada vez que uno piensa en el cine de artes marciales, posiblemente habría que saber distinguir las diferentes formas de lucha y en qué países se originaron. También valdría la pena saber qué significado tenía cada tipo de lucha en una cultura en particular, para entender qué significado se le intenta dar en un proyecto cinematográfico.

En el caso que nos ocupa, cuando a Hou Hsiao-Hsien se le insinúa en algunas entrevistas si The Assassin puede considerarse un wuxia (género de la espada y el espadachín), él elude una respuesta afirmativa o negativa y hace hincapié en sus estrategias de rodaje, similares a las de sus anteriores películas (con planos largos y de una exigencia mayor para los actores, debido a la intensidad emocional y física de algunas escenas), al uso de espadas cortas para acentuar la cercanía entre los contrincantes en cada lucha (no como mero capricho autoral sino como signo de fidelidad a la fuente literaria, donde a los asesinos se los describe como maestros en el uso del puñal o el espadín) o la poca espectacularidad de los saltos de los personajes (más atados aquí a las leyes de la gravedad que en los wuxias de Zhang Yimou).

De igual manera que se habla de lentitud al referirse al cine asiático de autor, se habla de sociedades milenarias al referirse a China o Japón, donde los cambios sociales tuvieron lugar con mucha demora hasta las últimas décadas, provocando así un mayor trauma en quienes los experimentan hoy en día en sus propias carnes y de una manera rápida. Cuando se registraron las transformaciones más radicales en las sociedades asiáticas fue a principios del siglo XX, durante las últimas etapas de expansión del colonialismo occidental.

El nacimiento del cine contribuyó a transformar la forma de entretenerse de bastante gente, aunque los actores de las películas intentasen imitar en todo a los actores de teatro, que podían llegar a ser venerados por el público, dependiendo de su talento para declamar y para controlar su cuerpo. Resultaba bastante común que los actores de teatro fuesen auténticos expertos en artes marciales, porque solo de ese modo eran capaces de realizar movimientos corporales que fuesen en consonancia con sus palabras; su enorme popularidad y los años de tradición que arrastraban contribuyeron a que los actores de cine los imitasen en muchos sentidos.

Al meditar sobre la larga espera para realizar The Assassin, Hou Hsiao-Hsien insiste en que tanto él como algunos de sus actores habituales necesitaban madurar, quizás necesitaban entender la historia de su presente y controlar sus propios cuerpos antes de intentar penetrar en el pasado. Y aunque ésta no es su primera película de época, sí puede considerarse su primera incursión en un territorio temporal muy anterior al siglo XX. Todo el tiempo invertido hasta ahora, no obstante, seguramente lo ha preparado para llevar a cabo la película y nos ha preparado a quienes hemos seguido su obra anterior para situarla en su mapa fílmico aunque tengamos que hacerlo con la sensación de haber penetrado en un territorio donde, pese a cierta familiaridad, lo más normal es que nos sintamos confundidos.

La lucha, además de inspirar entre los asiáticos tratados como El arte de la guerra de Sun Tzu, se fue convirtiendo progresivamente en un ejercicio dialéctico que recoge diversos modos de conocimiento. Al combate, por ejemplo, comenzó a antecederle la meditación. Por eso en las películas de artes marciales suele haber maestros y discípulos que dialogan y luchan, que dominan la escritura y el uso de la espada, que piensan y hacen acrobacias asombrosas. La visión que el cine de artes marciales ofrece del pasado es romántica, para contraponerlo a un presente opresivo, en el que se producen cambios irreversibles y por ello mismo traumáticos.

The Assassin, en ese sentido, no juega con la nostalgia, tampoco es fácil de adscribir al género épico. Su historia es, por encima de cualquier otra cosa, una historia íntima en la cual una joven princesa (Shu Qi) es abducida por una de sus niñeras (Sheu Fang-yi), que la convierte en una asesina implacable a quien años después ordena matar a importantes políticos y militares, hasta que una escena familiar, entre una de sus futuras víctimas y el hijo de este último mientras juegan, la paraliza. Como castigo por no haber llevado a cabo su misión, a continuación tiene que matar a su propio primo.

Para hablar sobre The Assassin se pueden mencionar los murales de Diego Rivera, un pintor mexicano a quien hoy se recuerda más por haber sido marido de Frida Kahlo que por sus propias obras. Puede que a mucha gente esta intersección le parezca equivocada, pero yo creo que puede resultar productivo que establezcamos algunos paralelismos entre dos artistas que vivieron revoluciones de ideología similar (la Revolución Cultural y la Revolución Mexicana), que trabajaron a pequeña y a gran escala (alternando retratos domésticos con otros de mayores proporciones) y cuyas respectivas carreras presentan, en sus ejemplos más perdurables, estéticas vernáculas o nacionales (con los colores y formas de sus respectivos países) en oposición a cualquier otra estética internacional dominante.

Hoy en día a Diego Rivera se le conoce básicamente como muralista, quizás porque nadie se ha preocupado por ver los cuadros que pintó durante los largos periodos que pasó en París, entre 1909 y 1921, aprendiendo no pocas cosas de El Greco, Ingres, Cézanne, Seurat, Mondrian o los cubistas. Lo paradójico del caso es que sus murales no pueden viajar de un museo a otro, lo cual ha acabado convirtiendo a Diego Rivera en un tesoro nacional mexicano y al mismo tiempo en un pintor devaluado en el contexto mundial. Como el crítico Robert Hughes, me pregunto si esta devaluación se debe a las necesidades que impone a veces cierto tipo de propaganda ideológica o mercantil, capaz de silenciar u ocultar los rasgos más personales (y a menudo también los más importantes) de determinados artistas.

El caso es que ahora Hou Hsiao-Hsien, al haber acabado convirtiéndose en un cineasta oficial (a quien al comienzo de su carrera financió la mafia taiwanesa y que para esta película contó con un presupuesto de 15 millones de dólares, en su mayor parte proveniente de China, donde además rodó un tercio del metraje), podría correr un riesgo muy parecido al de Diego Rivera si no fuese porque su película, pese a su rigor histórico (para recordarnos el uso múltiple de ciertos muebles durante la dinastía Tang, con la utilización de un dialecto hablado en la región de Weibo, o con la paleta de colores desplegada y cuyo ajuste requirió un importante esfuerzo por parte de los miembros del equipo de diseño de producción, que -entre otras cosas- tuvieron que viajar a la India y Corea del Sur para comprar seda de diferentes colores), es menos un espectáculo que la versión periférica de un espectáculo.

La narración está inscrita en un momento de desequilibrio histórico, caracterizado por el desafío lanzado por diferentes gobernadores al emperador; es decir, de luchas entre formas de poder emergentes en las regiones, que se confabulaban contra el poder central. Y la intra-narración cuenta la historia de un joven obligada a luchar contra su propia familia. Al final, todo parece ceñirse a un problema de identidad (o a los muchos y variados problemas que implica la identidad).

Aunque casi todas las películas de Hou Hsiao-Hsien son de naturaleza histórica, hasta The Assassin siempre habían llamado la atención, además de por sus virtuosas características plásticas, por sus virtudes dramáticas o por su reevaluación del papel que juega y ha jugado Taiwán en la historia china reciente. Vaya por delante, uno de los mayores problemas de esta película es que, como propuesta histórica, es tan fiable como un western de Sergio Leone con respecto a la historia de Estados Unidos o como la ópera Turandot con respecto a la historia de China; como propuesta narrativa a veces puede resultar críptica si no se presta atención, sin ir más lejos, a los nombres de los actores o actrices que interpretan a cada personaje (porque solo así podemos adivinar que la asesina enmascarada contra quien lucha la protagonista y la mujer de su primo son la misma persona); y, como exploración formal (rodada en soporte digital, alternando el blanco y negro y el color, o cambiando de formato), es una consecuencia de las transformaciones del cine en los últimos años, además de un paso lógico en la carrera de uno de los cineastas en activo más importantes ea nivel mundial.

Del mismo modo que uno no va a la Capilla Scronegni de Padua para ver un detalle de los frescos de Giotto, tampoco paga por una película como The Assassin para quedarse con una historia de orfandad, intrincados conflictos políticos y militares, siniestros acuerdos matrimoniales, control y odio, o soledad (en sus múltiples formas: por ser asesino, por ser mujer o por ser joven). Lo queremos todo, aunque ese todo no sepamos muy bien ni qué es, ni para qué sirve, ni qué significa.

Buena parte de las películas asiáticas más recientes tienen protagonistas jóvenes. De algún modo, es como si Asia estuviese despertando de un largo sueño, con energía renovada. Allí donde la Historia se suprimió o se tamizó durante años, ya fuese en China, Tailandia, Corea o Taiwán, se ha comenzado a partir de cero. Algo así explica el rápido desarrollo económico y el increíble impacto de esas cinematografías en el resto del mundo, donde están dejando una huella indeleble. Lejos de ajustar cuentas con sus demonios colonialistas o de llorar por el tiempo perdido, muchos países han querido detenerse en el pasado sólo lo suficiente, para lanzarse enseguida en busca de su futuro. Quizás por eso el cine asiático que se hace ahora mismo resulta más fiel al presente que el cine hecho en cualquier otra parte.

La obra de Hou Hsiao-Hsien se centra en los cambios que han tenido lugar en Taiwán en los últimos años, a partir del colapso de la China comunista, momento en el que dio comienzo su irreversible expansión capitalista y una ligera autonomía por parte de sus ex colonias. En sus películas se observa esa transformación desde de la perspectiva de los jóvenes, cuya deriva moral y emocional se debe a la pérdida de las señas de identidad de sus antepasados, que no han podido reemplazar por otra cosa que no sea un simulacro cultural.

Son muchos los directores asiáticos actuales que creen que el presente lo deben describir aquellos a quienes les pertenece y no quienes recelan de él o se lamentan porque no se parece al pasado. Cineastas como Wong Kar-Wai, Fruit Chan, Shinji Aoyama, Hong Sang-soo, Shunji Iwai, Tsai Ming-liang, Hirozaku Kore-eda, Apichatpong Weerasethakul, Pen-ek Ratanaruang, Tran Anh Hung o Wang Xiaoshuai son capaces de describir la tensión de los jóvenes sin necesidad de juzgarles despectivamente.

Todos ellos, no obstante, intentan establecer paralelismos entre los jóvenes y los mayores, más que para marcar sus diferencias, para fijar sus similitudes, para narrar la transformación social en la que ambos están tomando parte. Y eso hace que en muchas películas asiáticas actuales se utilicen al mismo tiempo metodologías clásicas y modernas (extraídas no sólo del cine sino también del arte conceptual, del cómic o de los videoclips), mezclando de ese modo elementos realistas y fantasiosos, algo que permite que sus imágenes vayan más allá que las de ciertas películas europeas estancadas en lecturas de carácter social o en un documentalismo sin demasiado vuelo.

Si el siglo XX fue el siglo de Occidente, hasta el momento todo indica que el siglo XXI puede ser el siglo de Oriente, el siglo de Asia. Allí muchos cineastas parecen haberse dado cuenta de que el mundo es un lugar de contradicciones y de que esas contradicciones no se pueden explicar apelando al paso del tiempo, como en su día hicieron Yasujiro Ozu o Mikio Naruse. Las nuevas generaciones ya no piensan que vamos de mal a peor, simplemente creen que sacrificamos unas cosas para ganar otras a cambio, de que el cine, lejos de haberse muerto o de estar en decadencia, está mutando, y es necesario reparar en dicha mutación para entender cuáles son sus consecuencias.

Una de las características más llamativas del nuevo cine asiático es la confluencia de estilos abstractos y figurativos al mismo tiempo. En bastantes películas se altera la lógica estructural, como sucede, sin ir más lejos, en The Assassin, cuyo plano inicial muestra a un burro rebuznando (en un preludio que convierte incluso la Naturaleza en un escenario inestable) y cuyo centro gravitatorio bien podría ser una canción en la que un pájaro (un azulejo) se niega a cantar hasta no ver un reflejo veraz de sí mismo.

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