Es muy evidente la relación entre religión y vida eterna, pero la relación entre la religión y esta vida presente a veces no está tan clara.
Con su forma de vida y con sus enseñanzas, Jesús puso en evidencia que el centro de la religión no está ni en el templo, ni en los rituales, ni en las verdades dogmáticas ni en las normas religiosas.
Está en la vida, en una forma de vivir que se centra y se concentra en el amor, en el amor sin limitaciones ni condicionamientos (Lc 10, 25-37).
La religión está en función de la vida, no al revés; es lo que nos enseña el misterio de la encarnación del hijo de Dios.
Pero ojo, que Jesús no está eliminando el templo, ni los ritos o las verdades teológicas. Esto es importante pero no es un fin en sí mismo; lo será en cuanto esté a favor de la persona y la vida.
El hecho de que los rituales religiosos y los dogmas pierdan centralidad no significa que no tengan razón de ser; la tienen y es bueno respetarlas y darles cumplimento.
¿Y todo esto a dónde nos lleva? Nos lleva a preguntarnos: ¿dónde hemos de aplicar o dirigir nuestra fe? ¿En los rituales religiosos, que muchos ven erróneamente como un medio para tranquilizar conciencias, o en el proyecto de vida que nos trazó Jesús?
Pues la fe se dirige en los dos sentidos: la fe nos debe llevar a amar a Dios en la promoción y defensa de la vida ajena y propia (lo que se hagáis con uno de estos mis humildes hermanos conmigo lo hicisteis) y la fe nos debe llevar a recibir su gracia y salvación en los sacramentos y en la vida de oración (Jesús hizo respetar el templo).
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