Si no llevamos lo que pensamos y hablamos a la vida diaria seremos tan solo seres espirituales de biblioteca
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Creo que a veces nos llenamos de buenas intenciones. Quizás demasiadas. Nos decidimos a hacer grandes cosas, a cambiar de vida. Nos marcamos líneas y diseñamos el trabajo a realizar. Nos proponemos ser mejores, cambiarnos y cambiar el mundo con nuestro testimonio.
Es mejor eso que dejarnos llevar por la vida sin luchar, sin intentar nada. Pensando que no hay nada que hacer. Es cierto, tener buenas intenciones es mejor que no hacer nada, no soñar nada, no anhelar nada. El que nada espera, nada logra.
Por eso nosotros soñamos, anhelamos, deseamos. La vida se nos queda corta, porque el alma tiene nostalgia de infinito. Soñamos en grande y nos consagramos a algo grande. Y el ingenio, en ese camino de la santidad, nos muestra rumbos desconocidos, nuevos, desafiantes.
Comenzamos con brío, eso suele ser así, pero puede que luego el ánimo nos vaya abandonando. Nos acabamos dejando llevar por la rutina y nos olvidamos de lo que habíamos decidido hace poco tiempo.
Nos falta fe en lo que queremos hacer. Nos falta tener sueños tan grandes y firmes que nada pueda acabar con ellos. Nos falta a veces fidelidad para no dejar por hacer lo que hemos iniciado. Nos da miedo que los grandes ideales se queden vacíos, sin vida. Y nuestros actos no tengan nada que ver con ellos.
El otro día leía: “Las palabras son palabras, las creencias son creencias, nada más. Lo que cuenta es cuando se hacen realidad a través de nuestros actos. Llevando lo que pensamos y hablamos a la vida diaria. Sólo así nos trascendemos; de lo contrario seremos tan solo seres espirituales de biblioteca”.
Las buenas intenciones se pueden quedar en el papel y entonces no marcan nuestra vida. Son importantes porque soñar es lo primero. Pero si luego no se plasman en obras, en gestos, en amor concreto, no avanzamos.
Nuestra vida es sabia cuando logramos llevar a la práctica lo que pensamos, lo que deseamos. Plasmar en obras los grandes ideales. Cuando vivimos de esa manera todo parece fácil.
En ese momento en el que la vida que llevamos y la que soñamos coinciden. En ese momento en el que los sueños tienen rostro y maneras. En ese momento en el que algo de lo que anhelamos se hace vida en el alma. Se convierte en gestos de amor. Es entonces cuando le damos gracias a Dios porque lo ha hecho posible con nuestras manos.
Por eso hoy me pregunto: ¿Estoy viviendo la vida que quiero vivir? ¿Estoy dándolo todo por plasmar en gestos lo que sueño? Si miro hacia delante, ¿cómo sueño mi vida en los próximos años? ¿Cómo me proyecto? ¿Me veo siempre llevando esta vida que llevo hoy? ¿Qué cambiaría? ¿Qué mueve mi alma?
Son preguntas que nos cuestionan, que nos llevan a preguntarnos si es este el camino que deseamos recorrer o no lo es. Me encuentro con muchas personas que, inquietas por estas preguntas, no saben bien qué responder.
Tal vez no quieren la vida que llevan y desean una vida que no alcanzan. Quieren ser felices y no saben bien cómo. Su gran preocupación es encontrar un lugar, un sentido, un camino. Es importante, es cierto.
Pero ya lo decía el P. Kentenich: “Para ser hijos auténticos no hay que preguntarse dónde somos más felices sino dónde le damos más alegría al Padre. El hijo ‘menor de edad’ e inmaduro se pregunta dónde será más feliz, dónde estará más cobijado, mientras que el hijo purificado se pregunta qué es lo que le causa más alegría al Padre. Naturalmente, a esa mayor alegría estará unido el mayor cobijamiento, que en este caso será una consecuencia y no una finalidad. El cobijamiento es consecuencia de la entrega total. Cuanto más maduros seamos tanto más tenemos que eliminar la búsqueda consciente y directa de cobijamiento y descanso. Así es, si buscamos a Dios desinteresadamente, el descanso, la felicidad y el cobijamiento surgirán espontáneamente”[1].
Maduramos cuando no nos obsesionamos por ser felices. Sino por hacer felices a otros, a Dios.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios