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Todos hacemos tonterías y esta es la mejor respuesta

Joven arrepentida

Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/10/15

Quiero ser honesto y no una permanente mentira personificadaLa compasión es fundamental en mi vida. No puedo permanecer acomodado en mi vida burguesa. La compasión es la forma de amar de Jesús y debería ser mi forma de amar: “Es el amor compasivo el que está en el origen y trasfondo de toda la actuación de Jesús, lo que inspira y configura toda su vida. La compasión no es para Él una virtud más, una actitud entre otras. Vive transido por la misericordia: le duele el sufrimiento de la gente, lo hace suyo y lo convierte en principio interno de su actuación”[1].

Jesús se mueve por compasión. Por misericordia. Por eso se detiene en su camino. No lo hace por obligación, por un deber ser. Lo hace movido por el amor al hombre concreto, con nombre e historia de vida, que sufre ante sus ojos. Detiene su camino y sus pasos por él. Deja de hacer otras cosas por amor a él.

Jesús no evita a las personas, se detiene. Cuando miro a Jesús actuar de esta forma me siento tan lejos de su mirada. Yo también voy con prisas y no me detengo. La compasión no es la norma de mi vida. No detengo muchas veces mis pasos ni cambio mis planes por misericordia, por amor al que necesita.

Me gustaría parecerme más a Jesús. Mirar como Él, escuchar como Él. A Él le duele el sufrimiento de los hombres. A mí me deja indiferente muchas veces. Tal vez nos hemos inmunizado frente al sufrimiento ajeno.

¡Tantas desgracias, tanto dolor! Es como si todo ese sufrimiento no tuviera que ver con nosotros. Nos duele el sufrimiento propio, pero no el de los demás. Nuestro corazón se ha endurecido y necesita abrirse a la misericordia de Dios para poder entregar misericordia. Necesito cambiar para poder dar más. Para no conformarme.

Pienso que tengo muchas defensas en el corazón. Me olvido de que Dios me ama no por mis méritos, sino simplemente por ser su hijo. Me olvido de su amor misericordioso que es el único camino para ser yo misericordioso.

El ser hijo es mi principal derecho, tal vez mi único derecho. ¿De qué me sirve presentarle mis méritos? Quiero aprender a creer en su amor con sencillez, sin pretensiones. Cometo fallos, tengo errores y Dios me sigue amando. Mirando mi debilidad se compadece.

Y yo le grito: Hijo de David, ¡ten compasión de mí!”. Lo miro en la cruz y le pido ayuda. Que se acuerde de mí en mi indigencia. Decía el P. Kentenich: “Siempre vamos a incurrir en fallas: hacer tonterías es un derecho de todos los seres humanos[2].

Cuento de antemano con mi miseria. Soy necesitado. Hago tonterías. Soy imprudente. Me despisto y me alejo. La miseria asumida es lo que Dios espera de mí. Sabe que soy débil.

Pero, ¡cuánto me cuesta reconocer mi debilidad, aceptar mis errores, asumir que no lo hago todo bien! ¡Cuánto me cuestan las críticas y el descrédito! ¡Cuánto me molesta no estar a la altura, no dar la talla! Espero más de mí que lo que los demás esperan.

Y no me gusta despertar compasión. ¡Qué poco nos gusta! Hace falta mucha humildad para aceptar la compasión de los hombres, para recoger con las manos vacías su misericordia, su limosna. Tal vez por eso nos cuesta tanto aceptar la limosna de Dios, su amor incondicional.

Nos cuesta ser miserables, y los somos. Nos cuesta ponernos al borde del camino y suplicar ayuda. Que Dios se fije en nosotros y nos salve. Que se detenga y nos mire. Que el hombre nos observe con desprecio, que pase de largo ante mi pobreza. Es difícil aceptar compasión de otros. Pero más aún nos resulta pedir compasión y no encontrarla.

¿Sé lo que de verdad necesito? Quiero detenerme hoy y pensar en mi pobreza, en mi miseria, en mi ceguera. Mi pequeñez. Lo que más me duele. Aquello que me avergüenza y me hace ser digno de compasión.

Quisiera aprender a tomarme mi vida en serio. Con honestidad y con realismo. Los errores son normales, las caídas y los fracasos. Pero como nos recuerda el Padre Kentenich: “Esto no justifica la falta de seriedad. En ese caso, mejor sería no ponerse metas tan elevadas. Quiero ser un hombre honesto y no una permanente mentira personificada, es decir, un fariseo”[3].

No quiero ser un fariseo que impone a los demás normas que él mismo no cumple. No quiero fingir lo que no vivo. Pretender que cumplo aquello en lo que no creo. A veces nos convertimos en fariseos. Nos llenamos de normas y preceptos que luego no cumplimos. Hablamos de ideales que luego dejamos de lado.

Es importante mirar con humildad, con verdad, nuestra vida. No dejar de soñar, eso nunca, pero asumir también lo que no podemos proponernos como meta. Ser realistas y no exigirles a los demás lo que nosotros mismos no estamos dispuestos a cumplir.

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[2] J. Kentenich, Hacia la cima

[3] J. Kentenich, Hacia la cima

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