Los judíos y romanos usaban anillos, pero el sentido era muy distinto al que luego adquirió con el cristianismo
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De hierro, plata u oro, o de cualquier aleación, el pequeño aro que se coloca en los dedos adquirió una significación más alta que la que tenía en la antigüedad pagana, tan pronto la Iglesia lo constituyó en símbolo de alianza indisoluble entre los dos cónyuges.
Claro que los judíos y los romanos -e incluso se cree que otros pueblos paganos, tenían la costumbre de que el varón le colocaba en el meñique un anillo a su futura esposa, pero era un anillo con un significado distinto. Se trataba de un voto de confianza entregándole una réplica del anillo o sello personal que él llevaba en el pulgar con el que lacraba sus cartas confidenciales y sus contratos. Costumbre más de las clases pudientes que de las populares.
Sin embargo, cosa distinta es que él y ella de cualquier clase social, intercambien anillos nupciales el día de la boda y se acostumbre colocarlo en el dedo anular de la mano izquierda, bien junto al del corazón, donde se siente más el pulsar del poderoso órgano que simboliza al amor que debe ser solamente para Dios. Puede sonar muy romántico y hasta sentimental, pero la costumbre que nació así en la Europa del siglo VI, se extendió por todo el planeta y todavía hoy bajo cualquier nominación religiosa o cultura, los matrimonios intercambian anillos en el ya universalmente llamado dedo anular de la mano izquierda.
En algunos países se les denomina “alianzas” y es usual que ellas ingresen solemnemente al templo sobre un elegante almohadón pequeño llevado en las manos de un pajecillo. Durante la aplicación del Sacramento el sacerdote las bendice y rocía con agua bendita, y acto seguido convida los novios a que mutuamente se las intercambien repitiendo palabras de compromiso, fidelidad y amor.
Por supuesto que este pequeño ceremonial incluido dentro del sacramento no es obligatorio ni su ausencia invalidaría un matrimonio. Dignificado por la solemnidad sobrenatural, como solamente la Iglesia podía haberlo concebido para la mayor gloria de Dios y consolidación del amor conyugal, trasmite mayor sentido al mutuo convenio de una pareja.
Pero el anillo nupcial puede llegar a revestir condición de auténtico sacramental como el llamado Piscatorio o anillo del pescador, aquel que se colca al nuevo Pontífice una vez proclamado después del Cónclave. O como el que reciben los religiosos desde cardenales y obispos hasta monjas. Bendecido y elevado de categoría, el anillo nupcial pasa de ser un simple arito, así sea de modesto hierro, a convertirse en un instrumento de vida consagrada como si se tratara también de una profesión de vida religiosa, llena de renuncias y sacrificios santificantes. Signo de oración de la iglesia por sus hijos, dispone para recibir gracias y otros efectos para la vida espiritual, y puede incluso llegar a tener la fuerza de un exorcismo contra tentaciones y ataques de espíritus malignos que inducen al adulterio y la fornicación.
Llevar siempre consigo ese anillo, más que un acto de amor y fidelidad o un deber conyugal, es mejor una buena protección, ya que bien se dice que una vez constituida la pareja conyugal, Dios asigna un ángel especial para ella, y su finalidad es protegerla y protegerlos individualmente en función del matrimonio como a “una sola carne” que ya son los dos. Una sola carne eran antes de que Dios sacara a Eva del costado de Adán, una sola carne vuelven a ser ahora hasta que la muerte los separe y en el Cielo sean como ángeles. (Mc 12,25).
Por Antonio Borda. Artículo originalmente publicado por Gaudium Press