La ciudad nos recuerda que incluso nuestras propias formas de adoración un día desaparecerán, pero algunas cosas durarán siempre
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Pasear por Roma, la ciudad eterna, es encontrarse con páginas y páginas de historia humana, algunas apiladas literalmente una encima de la otra. Por debajo del grandioso baldacchino de Bernini en la Basílica de San Pedro están los cimientos a cargo de Constantino en el siglo IV, y por debajo de ellos hay una necrópolis romana donde el cuerpo de San Pedro fue bruscamente despositado hace alrededor de dos mil años, antes de que sus discípulos llegaran e hicieran de él un lugar de devoción.
Al caminar por la ciudad, es posible ver iglesias del siglo XVI en una plaza del siglo XIII. Es posible ver el monasterio construido por Catalina de Siena sobre un antiguo mercado romano, del otro lado de la calle está un enorme monumento a Vittorio Emmanuele del siglo XX, y cruzando la calle está una antigua prisión romana donde podrían haber encarcelado a san Pedro.
Estas páginas son fundamentalmente historias de personas que se desplazan cotidianamente, que viven las verdades más básicas de nuestra condición: hambre, sed, amor, pecado, valor y miedo, el deseo de belleza, de bondad y verdad.
Lo que es particularmente impresionante sobre Roma es el hecho que estas experiencias se expresan en muchas grandes formas artísticas: frescos, arquitectura, historia, escultura y música. Tan grandes como pueden ser, sin embargo, son constantes recordatorios que éstas también pueden desaparecer.
El Foro Romano era un sorprendente, enorme y bello complejo sin parangón en el mundo antiguo y, sin embargo hoy está reducido a ruinas, con muchas de sus piedras secuestradas en varias épocas para usarse en todos lados. Quizá un día también la iglesia más grande del mundo, con obras de arte invaluables en cada esquina, desaparecerá, para ser sustituida por la próxima página de la historia.
Esta perspectiva no es para preocupar a los católicos, cuyas iglesias y obras de arte han sufrido muchos cambios a lo largo de los siglos. Una iglesia en ruinas necesita ser un signo de la Iglesia católica en ruinas.
Una noche, muy tarde, estaba paseando cerca del antiguo Foro Romano y me detuve un momento en el gran Arco de Septimio Severo. Solo, en la oscuridad, me imaginé a emperadores y generales en procesión a través de ese arco, para recibir la adulación de las multitudes reunidas. Percy Bysshe Shelley expresó algo al respecto de la futilidad de esos grandes monumentos en su poema “Ozymandias”, que se refleja en un monumento que yace ahora en ruinas sobre la arena:
“Algo ha sido escrito en el pedestal:
Soy Ozymandias, el gran rey.
¡Mirad, mi obra, poderosos! ¡Desesperad!:
La ruina es de un naufragio colosal.
A su lado, infinita y legendaria
Sólo queda la arena solitaria”.
Como el monumento a Ozymandias, el arco está en silencio, víctima del clima a lo largo de los milenios. Los generales y emperadores hace tiempo que se han ido, también los mártires han sido asesinados por deporte. Sin embargo, esos mártires, para parafrasear a Tertuliano, dieron origen a la Iglesia viva. Algunas de sus construcciones ya no existen, pero la fe expresada en sus muros sigue cambiando el mundo.
Los cristianos tienen una larga memoria histórica que da forma a su imaginación del mundo en que viven. Un paseo por Roma no es sólo un paseo a través de la historia; es una lección viviente de lo que cambia, y permanece. Y lo que queda en la imaginación cristiana es Dios que trasciende cualquier momento de la historia, cualquier expresión de fe de manera ilimitada.
Los imperios surgen y caen. Las columnas se erigen y caen. Los mosaicos y frescos sorprenden y, sin embargo, desaparecen o son destruidos. ¿Qué permanecerá de los imperios modernos? ¿Qué quedará de nuestras actuales expresiones de fe? ¿Nuestros descendientes encontrarán formas de arte que valga la pena preservar o rescatar de entre los escombros? ¿Nuestras iglesias modernas serán excavadas en busca de pistas sobre lo que dio significado a nuestras vidas diarias? La filosofía griega antigua surgió de una pregunta fundamental que aún nos desafía a nosotros hoy: ¿qué es constante, y qué desaparece?
La oración de Santa Teresa de Ávila hace eco en mi mente como un sereno canto mientras camino por las páginas romanas – y cristianas – de la historia.
Nada te turbe,
nada te espante
todo se pasa,
Dios no se muda,
la paciencia todo lo alcanza,
quien a Dios tiene nada le falta
sólo Dios basta.
Francamente, estoy seguro que muchas de nuestras modernas formas de oración y adoración desaparecerán, en el cajón del olvido de la historia. Eso no es necesariamente algo malo; conversaciones tontas que tenemos con nuestros seres queridos no son memorables pero son expresiones de nuestro amor por ellos.
Lo mismo sucede con nuestra adoración: tenemos conversaciones tontas con Dios que Dios ama, así como Él nos atrae más profundamente a la quietud del encuentro con él, en el lugar donde, según las palabras de san Francisco de Sales, “El corazón habla al corazón. ” Sí, ambas basílicas, pagana y cristiana, surgirán y caerán como el amanecer y el atardecer en las diversas épocas de la historia humana. Todas las cosas mueren, pero Dios nunca cambia. Mi más profundo deseo es usar las palabras del salmista, “morar en la casa de Yahveh, todos los días de mi vida” (Sal 27,4).
Tim Muldoon (Ph.D. Teología Católica Sistemática, Duquesne University) es teólogo, profesor y galardonado autor que trabaja en Division of Univesity Mission and Ministry en el Boston College, donde edita el diario Integritas: Advancing the Mission of Catholic Higher Education, una publicación del Boston College Roundtable.