Sin la Gracia de Dios, poco podemos hacer. Nos encanta etiquetarnos porque de esta forma señalamos quienes no están en su misma línea de entendimiento, sentimiento o actuación. Somos limitados y quien no se ajusta a nuestras propias limitaciones, le solemos etiquetar de formas muy poco bonitas. Es la forma que tenemos de sentirnos aparentemente especiales o diferentes.
Cristo ya señaló ese problema utilizando a los fariseos. Los fariseos eran un grupo de personas que daba mucha importancia al cumplimiento de todos los preceptos y por lo tanto, caían fácilmente en la soberbia y la hipocresía. Ya sabemos que los señaló como “sepulcros blanqueados”, es decir, personas que por dentro estaban muertas pero por fuera parecían maravillosas.
El problema de los fariseos no era intentar cumplir los preceptos, sino la hipocresía que muchos llevaban dentro. Hipocresía que les impedía juzgar rectamente y comprender, limitándose a condenar en base a pre-juicios. Cristo se relacionó con fariseos como José de Arimatea o Nicodemo. A estas personas no les llamó sepulcros blanqueados y les consideraba sus amigos. En el Evangelio encontramos pasajes en los que Jesús y los fariseos aparecen en actitudes pacíficas y amigables. Veamos lo que nos dice San Agustín sobre esto:
Quien se hace demasiado justo, por esa demasía se hace injusto. Y demasiado justo se hace quien dice no tener pecado o quien cree que le es suficiente su voluntad y no necesita de la Gracia de Dios para ser justo; ni es justo por su vida recta, sino más bien un soberbio creyéndose lo que no es. San Agustin (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 95,2)
Quien dice y hasta se cree, que no tiene pecado, es quien es capaz de condenar a su hermano por cualquier apariencia que le parezca incómoda. Por ejemplo, solemos etiquetar a quien no hace un acto ritual o a quien lo hace. Todo depende de nuestra comprensión del acto que nuestro hermano realiza o no realiza. No es la primera vez que alguno de nosotros critica a una persona por arrodillarse para recibir la comunión. Ese es el problema que todos llevamos dentro: nuestra tendencia a despreciar y a sentirnos superiores, basándonos en las apariencias. En el fondo todos somos un poco o un mucho fariseos. Fariseos de un lado o de otro.
El fariseismo tiene un síntoma muy evidente: etiquetar al hermano. Decir que otra persona es un ultra, hereje, fundamentalista de un signo u otro, no hace más que evidenciar que no somos capaces de ver en nuestro hermano nuestras propias limitaciones y errores. Etiquetando nos sentimos perfectos frente a la imperfección de quien tenemos delante. Ojo, prejuzgar y condenar todos lo hacemos. Lo difícil es juzgar rectamente y con caridad, como nos pide Cristo. Condenar es algo que está dentro de nuestra naturaleza humana, pero que sea humano no quiere decir que no contemos con la Gracia de Dios para cambiar.
Una de las características de la postmodernidad son las etiquetas. La necesidad de sentirse parte de algo más grande, pero que a la vez nos diferencie de los demás. Las tribus urbanas son el evidencia de esta tendencia a auto-etiquetarnos y etiquetar a los demás. Dentro de la Iglesia esta cultura del etiquetado hace mucho daño y nos enfrenta constantemente. Hay que ser espacialmente humilde para saber ver en el hermano todo lo bueno que tiene. En la medida que lo hagamos, nos daremos cuenta de cuantas bendiciones nos regala el Señor por medio de quienes nos rodean.
Fijaos en los buenos para imitarlos; sedlo, y los encontraréis. Si, por el contrario, comenzáis a ser malos, creeréis que todos lo son San Agustin (Sermón 260D,2).