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Las 4 claves de la Biblia para superar la muerte de un ser querido

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Jorge Luis Zarazúa - publicado el 29/07/15
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Son varios los libros bíblicos que ayudan en momentos tan dolorososCuando fallece un ser querido, queda en nosotros un sentimiento de soledad y desconcierto. Al pensar que algún día vamos a experimentar la muerte, también nos llenamos de desasosiego. Muchas preguntas vienen a nuestra mente:

¿Qué pasa con los que mueren? ¿Acaba todo con la muerte? ¿Hay algo nuestro que sobreviva a este desenlace tan dramático? ¿Volveremos a reunirnos con los seres que amamos? ¿Qué relación podemos tener con aquellos que están ausentes físicamente porque han fallecido?

Pues bien, la Biblia, que contiene la Palabra de Dios, nos da respuestas esperanzadoras:

1.No todo acaba con la muerte física

Perece nuestro cuerpo, pero nuestra alma. Nuestro espíritu no deja de existir, pues es inmortal.

El Eclesiastés nos introduce en este misterio, invitándonos a tener en cuenta “al Creador en los días de la juventud” (Ecl 12, 1), “antes de que regrese el polvo a la tierra de donde vino, y el espíritu regrese a Dios, que lo dio” (Ecl 12, 7).

El autor del libro bíblico de la Sabiduría responde al pesimismo de quienes piensan que “vinimos al mundo por obra del azar, y después será como si no hubiéramos existido” (Sb 2, 2a) y a la desesperanza de los que afirman que cuando se apaga la vida, “el cuerpo se convierte en ceniza, y el espíritu se esfuma como aire inconsistente” (Sb 2, 3).

Nos recuerda que “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser” (Sb 2, 23) y dándonos a conocer que “las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento las alcanzará” (Sb 3, 1a).

Continúa diciéndonos el autor sagrado:

“Los necios piensan que los justos están muertos, su final les parece una desgracia, y su salida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están en paz” (Sb 3, 2-3).

Esto está en plena armonía con lo que nos enseña Jesús en el Nuevo Testamento, cuando nos cuenta la parábola del hombre rico y Lázaro, el pobre (Lc 16, 19-30): “Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham” (Lc 16, 22). De Lázaro, Abraham, nuestro padre en la fe, nos dice que “él está aquí consolado” (Lc 16, 25c).

Resulta muy estimulante la manera en que concluyó la vida de Esteban, el primer mártir cristiano:

“Mientras lo apedreaban, Esteban oraba así: -Señor Jesús, recibe mi espíritu. Luego cayó de rodillas y gritó con voz fuerte: -Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y dicho esto, murió (Hch 7, 59-60).”

Esto armoniza perfectamente con estas palabras del libro del Apocalipsis:

“Cuando el Cordero rompió el quinto sello, vi debajo del altar, con vida, a los degollados por anunciar la palabra de Dios y por haber dado el testimonio debido (Ap 6, 9).”

Estos mártires, aunque han muerto por su fidelidad a Cristo, aunque han sido degollados, están debajo del altar, vivos, como bien lo dice el texto sagrado.

Por eso, dialogando con los saduceos, Jesús puede afirmar que Dios “no es Dios de muertos, sino de vivos, porque todos viven por él” (Lc 20, 38).

Como podemos notar, nuestros familiares y amigos difuntos continúan relacionándose con Dios. Por eso, para un católico, de ninguna manera resultan extrañas estas palabras de san Pablo:

“Porque para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia. Pero si seguir viviendo en este mundo va a permitir un trabajo provechoso, no sabría qué elegir. Me siento presionado por ambas partes: por una, deseo la muerte para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor (Flp 1, 21-23).”

Esto está en armonía con las palabras que dijo Jesús a uno de los malhechores crucificados junto a él:

“Jesús le dijo: -Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43).”

2. No se termina nuestra relación con nuestros familiares difuntos

Teniendo presente que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos (cfr. Lc 20, 38), podemos decir que no cesa nuestra relación con los que han fallecido.

Si bien no podemos verlos físicamente, la carta a los Hebreos nos ayuda a percibir una realidad que escapa a nuestra vista, pues nos dice que los héroes de la fe que han fallecido (cfr. Hb 11: Abel, Noé, Abraham, Moisés…) nos circundan como una nube (cfr. Hb 12, 1).

La carta a los Hebreos abunda diciéndonos lo siguiente:

“Ustedes, en cambio, se han acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial con sus innumerables ángeles, a la asamblea en fiesta de los primeros ciudadanos del cielo; a Dios, juez universal, al que rodean los espíritus de los justos que ya alcanzaron su perfección; a Jesús, el mediador de la nueva alianza, llevando la sangre que purifica y que clama a Dios con más fuerza que la sangre de Abel (Hb 12, 22-24).”

Note usted que, en la Jerusalén celestial, además de innumerables ángeles, está “la asamblea en fiesta de los primeros ciudadanos del cielo”; y que rodean a Dios, juez universal, “los espíritus de los justos que ya alcanzaron su perfección”.

Nosotros podemos pedirle a Dios que nos conceda tomar conciencia de que nuestros seres queridos no nos han abandonado, puesto que como una nube nos envuelven (Hb 12, 1), yendo más allá de lo que aparece a nuestros sentidos, como se ve en el segundo libro de los Reyes (2Re 6, 8-23).

“El criado del hombre de Dios se levantó de madrugada y vio que la ciudad estaba sitiada por toda aquella tropa. Y dijo a Eliseo: -¡Ay, señor! ¿Qué hacemos? Él respondió: -No temas, pues, los que están con nosotros son más que ellos. Eliseo oró así: -Señor, ábrele los ojos para que vea. El Señor abrió los ojos al criado y vio la montaña llena de caballos y carros de fuego, que rodeaban a Eliseo (2Re 6, 15-17).”

Esta puede ser nuestra oración:

“¡Señor, ábreme los ojos para que pueda percibir que mis seres queridos que han muerto, no me han abandonado del todo; que tome conciencia de que su presencia me envuelve como una nube! ¡Señor, ábreme los ojos para que vea!”.

Otra forma de estar en comunión con ellos, es a través de la oración de intercesión, como se puede ver en el segundo libro de los Macabeos (2Mac 12, 38-46):

“Rogaron al Señor que aquel pecado les fuera totalmente perdonado. (…) Judas hizo una colecta entre los soldados y reunió dos mil dracmas de plata, que envió a Jerusalén para que ofrecieran un sacrificio por el pecado. Actuó recta y noblemente, pensando en la resurrección. Pues si él no hubiera creído que los muertos habían de resucitar, habría sido ridículo y superfluo rezar por ellos. Pero, creyendo firmemente que a los que mueren piadosamente les está reservada una gran recompensa, pensamiento santo y piadoso, ofreció el sacrificio expiatorio para que los muertos fueran absueltos de sus pecados (2Mac 12, 42-46).”

Para nosotros, el sacrificio por excelencia es el sacrificio eucarístico, es decir, la Santa Misa; y lo ofrecemos constantemente para que nuestros seres queridos sean “absueltos de sus pecados” (2Mac 12, 46).

3. La muerte física es transitoria: ¡Resucitaremos!

La muerte física es dolorosa. Nuestro Señor lloró ante la muerte física de su amigo Lázaro (Jn 11, 35-36), a quien amaba entrañablemente (Jn 11, 36). Pero ante el drama que supone la muerte de un ser querido, Jesús se nos presenta como la resurrección y la vida (Jn 11, 1-44):

“Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, jamás morirá. ¿Crees esto? (Jn 11, 25-26).”

Por eso no hay lugar para una tristeza sin esperanza:

“No queremos, hermanos, que permanezcan ignorantes acerca de los que ya han muerto, para que no se entristezcan como los que no tienen esperanza. Nosotros creemos que Jesús murió y resucitó, y que, por tanto, Dios llevará consigo a los que han muerto unidos a Jesús (1Tes 4, 13-14).”

De ahí la importancia que los católicos damos a la Eucaristía, donde escuchamos la Palabra de Dios y nos alimentamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo, pues esto nos permite estar unidos íntimamente a Jesús y nos posibilita nuestra futura resurrección:

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Como el Padre que me envió posee la vida y yo vivo por él, así también, el que me coma vivirá por mí (Jn 6, 54-57).”

4.Nos volveremos a reunir con nuestros seres queridos

Es una esperanza que brota de la Sagrada Escritura y un anhelo que se encuentra en nuestros corazones. La experiencia de los siete hermanos y su madre, martirizados durante la insurrección macabea (2Mac 7), da cauce a este deseo y suscita una esperanza confiada:

“Tanto insistió el rey, que la madre accedió a convencer a su hijo. Se inclinó hacia él, y burlándose del cruel tirano, dijo al niño en su lengua materna: -Hijo mío, ten piedad de mí, que te he llevado en mi seno nueve meses, te he amamantado tres años, te he alimentado y educado hasta ahora. Te pido, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra y lo que hay en ella: que sepas que Dios hizo todo esto de la nada y del mismo modo fue creado el ser humano. No temas a este verdugo; muéstrate digno de tus hermanos y acepta la muerte, para que yo te recobre con ellos en el día de la misericordia (2Mac 7, 26-29).”

Como puede verse, esta valiente madre tiene la firme esperanza de recobrar a sus hijos en el día de la misericordia

Consuelo y fortaleza

Estas respuestas esperanzadoras que nos da la Palabra de Dios, deben proporcionarnos consuelo y fortaleza en los momentos de duelo por el fallecimiento de un ser querido y serenidad y confianza ante la perspectiva de nuestro propio fallecimiento.



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