Si quieres entrar por la puerta estrecha, cierra las puertas del deseo y del temor. De ellas se sirve el tentador para abatir al alma. La puerta del deseo tienta con sus promesas; la del temor, con sus amenazas #SanAgustin (Sermón 313A, 2).
Cuando los Apóstoles sentían que la justicia de Dios era imposible de aceptar y de cumplir, aparece siempre la misericordia de Cristo. Pero no una misericordia que nos permite hacer lo que queramos, sino la misericordia que ha posible lo imposible.
“Y mirándolos Jesús, les dijo: Para los hombres esto es imposible; más para Dios todo es posible” (Mt 19, 25). San Agustín nos dice que para pasar por la puerta estrecha es necesario cerrar otras dos puertas, la del deseo y la del temor.
¿Quién no desea algo que Dios no le ha dado? Todos, lo hacemos. El deseo es un mecanismo instintivo que nos permite fijar objetivos que conseguir. El problema es cuando el deseo suplanta a Dios, llevándonos a creer que podemos ser más que Él. Riqueza, sabiduría, prestigio, honores, todo esto es vanidad. Vanidad de vanidades, tal como decía San Felipe Neri.
¿Quién no teme a algo? Básicamente se teme lo desconocido y la perdida de lo conocido. Si tememos introducimos un terrible compañero en nuestra vida: el prejuicio. El prejuicio nos hace cerrarnos y actuar como autómatas que buscan la seguridad de tener o retener. El prejuicio nos aleja de los demás y de Dios. El prejuicio nos hace indiferentes y lejanos.
Cristo nos dice: “Yo soy la puerta; si alguno entra por mí, será salvo; y entrará y saldrá y hallará pasto” (Jn 10, 9) Cristo es la Puerta Estrecha que se abre ante nosotros, cuando aceptamos que nuestras fuerzas son pocas e inconstantes y que sólo la Gracia de Dios nos puede llevar por el camino recto. Entonces, con fe, confianza y esperanza, será cuando podamos mover la montaña de nuestra naturaleza limitada y herida.