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Mi hijo nacerá sin cerebro. ¿Qué voy a hacer?

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Orfa Astorga - publicado el 23/06/15
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La vida de mi hijo valdrá más para nosotros en la medida en que sea amado

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Cae la tarde, en ocasiones observo por la ventana de mi habitación la suave llovizna de la estación, contemplando las plantas y flores de mi pequeño jardín mecerse con las minúsculas gotas que las pintan con el brillo de la vida. Son momentos de recogimiento, en donde puedo escuchar siempre el claro murmullo de  la voz de Dios en el silencio de mi interior.

Un murmullo que me habla de motivos por los que tanto vale la pena vivir y que no excluyen la experiencia del dolor, con el que más de una vez me ha tocado con amor de padre. Esta vez, al contemplar por la ventana, lo hago con las manos cruzadas  sobre mi vientre adelantando un amoroso abrazo. Mi hijo está en mi seno esperando nacer.

Hace  solo tres semanas, después del resultado de unos análisis, con cara sombría, el médico nos pidió hablar conmigo y con mi esposo en su consultorio; presentimos que algo no andaba bien, pero no esperábamos que fuera algo extraordinario. Sorprendida escuche los términos anencefalia severa u holoacrania.

Luego vinieron explicaciones que me aturdieron y hundieron en el sillón, mi hijo tenía una malformación congénita por la que no habría de desarrollar cerebro.

Una semana después, el medico nos citó a su consultorio para hablar sobre el caso.

Hablando en voz baja, consoladora, y con cierta autoridad, me indicó, más que aconsejar, que abortara, planteándolo como algo ineludible. Lo hizo con argumentos en los que se refería a mi hijo como “el producto mal logrado de un embarazo”; que muy probablemente nacería muerto, y de nacer vivo, solo sería por unas horas o días; que su aspecto sería lastimoso y difícil de sobrellevar anímicamente aunque fuera por un corto tiempo.

También, con “acogedor humanismo”, no dejó de agregar a sus argumentos el costo económico, que, de nacer, supondrían las atenciones que necesitaría. Ciertamente una difícil carga considerando nuestra situación económica. Luego guardó silencio estudiando mis reacciones y esperando un "sí, estoy de acuerdo con usted" como una lógica respuesta a la actitud “inteligente y compasiva” con que sugería la destrucción de mi hijo, no considerándolo persona.

Más no fue así.

Desde el primer momento en que adquirí plena consciencia de la difícil realidad de mi hijo, decidí que nacería. Mi hijo, aun en estas difíciles circunstancias, no es “el producto mal logrado de un embarazo”. Para mí, está lejos de ese concepto de vida en que la persona deja de serlo solo por no poder manifestarse racionalmente, lo que ha sido la horrible premisa con que se practica el aborto de los más indefensos, simplemente porque no son deseados o porque estorban.

Mi hijo, inocente entre los inocentes, es una persona que llegará al mundo débil y necesitado del cuidado de los demás. Es para mí como la suave llovizna que observo por la ventana y que es acogida como un don de vida por la creación.

Mi hijo vive con un halito divino en el que ha recibido el ser personal, con el  que el creador llama a la vida a cada uno de sus hijos. Las cualidades de su inteligencia y voluntad que no han de manifestarse aquí en la tierra le permitirán gozar de su presencia en la morada eterna. Mi hijo será bautizado.  

Dios me está ofreciendo la entera persona de mi hijo, no simplemente su cuerpo, una vida natural, las cualidades de una inteligencia. Es un don personal que acepto consciente de que la vida de mi hijo valdrá más para nosotros en la medida en que sea amado, sin importar las condiciones y el tiempo que este en este mundo. Un don que regresaré muy agradecida a su origen divino, respondiendo con un “sí  acepto” a Dios, y con un no a mi médico.

Sigo observando la suave lluvia en la ventana, y en un acto de fe, estrecho el abrazo sobre mi vientre mientras escucho el claro murmullo de la voz de Dios en el silencio de mi interior. Un murmullo que me habla de motivos por los que tanto vale la pena vivir.

Desde el momento mismo de la concepción, cada persona humana es un don divino, un espíritu encarnado que solo puede ser comprendido desde Dios, quien le ha otorgado su ser personal por infinito amor.

Este artículo está inspirado en un caso real.

Por Orfa Astorga de Lira, orientadora Familiar, máster en matrimonio y familia por la Universidad de Navarra


 

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