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Los seres humanos somos proclives a simplificar todo. A veces lo simplificamos con vistas a reducir lo que sobra y otras veces, simplificamos para acallar nuestra propia conciencia. Solemos utilizar varias técnicas eficaces, como determinar “lo mejor” y olvidarnos de los demás; o unificar lo diferente para solo preocuparnos de una cosa.
Este es el caso de quienes deciden que, siendo solidarios con los necesitados, están cumpliendo con el mandato evangélico de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. A esta simplificación se une la tendencia a preocuparnos únicamente por los necesitados que nos caen simpáticos, dejando a los demás de lado. ¿Esto es realmente amar a Dios? Veamos lo que nos dice San Agustín:
Amamos a Dios con el mismo amor con el que amamos al prójimo. Más, como una cosa es Dios y otra el prójimo, aunque sean amados con un mismo amor, no por eso es una misma cosa lo amado. San Agustín (Sermón 265,9).
Amar a Dios sobre todas las cosas
No hay duda de que quien hace un bien al prójimo se lo hace a Dios mismo, sobre todo si el bien conlleva desprendimiento, verdadera justicia y misericordia. Pero, amar a Dios es mucho más que amar a nuestro prójimo. Dejar el amor de Dios a un lado nos impide amar de verdad a nuestros hermanos.
Amar a Dios nos lleva a encontrar en todo lo creado la bondad, belleza y verdad que ha puesto Dios. Estos tres trascendentales nos conectan y sintonizan con Dios. Nos permiten verlo en los demás y también en nosotros mismos. Nos permiten ver la acción de Dios sobre el mundo, ya que donde actúa Dios aparece belleza, bondad y verdad. Y nos permite discernir y entender de dónde parten muchos de los males que nos aquejan.
Dios nos mandó amarle sobre todas las cosas. Esto a veces nos parece imposible y otras veces nos parece inútil. ¿No es mejor amar las cosas y la gente que vemos y con la que nos relacionamos? ¿No es Dios un Dios lejano, que no aparece entre nosotros? ¿Por qué tenemos que tenerle en cuenta si no nos sirve para nada?
Estas preguntas son actuales y llevan siéndolo desde que el ser humano fue creado. La tentación de Adán y Eva presupone que Dios no estaba presente cuando más lo necesitaban. La caída en el pecado, presupone que no tenemos más opción que ser egoístas y soberbios, porque simplemente, así somos.
Primero amar a Dios
Detrás de todas estas dudas está el amor egoísta que olvida que hay mucho más detrás de las apariencias del mundo. San Agustín nos explica que Dios no quiere que no amemos lo visible, sino que ordenemos el amor que tenemos por cada cosa, persona y realidad: «No quiero que no ames nada, pero quiero que ordenes tu amor» (Sermón 335C, 13).
El amor debe ser ordenado y no caótico. Primero amar a Dios, después aprender a ver a Dios en cada uno de nosotros. Amarnos de forma no egoísta nos permite ver que Dios está en los demás, nos caigan bien o mal. Después, amar todo lo animado e inanimado que nos rodea, porque en todo hay reflejos de Dios.
Aunque amemos con el mismo amor, cada cosa necesita de un amor diferente.