Para que se cumpliera lo dicho por medio de los profetas: “Será llamado nazareno”
No se sabe con certeza cuánto duró la estancia de la Sagrada Familia en Egipto. La mayor parte de los estudiosos piensan que se prolongó durante uno o dos años. San Mateo, el evangelista que nos relata estos sucesos, se muestra lacónico, como en otras ocasiones. Muerto Herodes —escribe—, un ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a la tierra de Israel; porque han muerto ya los atentaban contra la vida del niño" (Mt 2, 19-20).
La respuesta del Patriarca fue inmediata, como en otras ocasiones: se levantó José, tomó al niño y a su madre, y vino a la tierra de Israel (Mt 2, 21). Ni una duda, ni una vacilación. Sólo el tiempo necesario para recoger los aperos de su oficio, los pocos bienes de que disponía. Se despediría de las personas en cuya compañía había vivido aquellos meses y haría las gestiones precisas para emprender la vuelta.
Las tradiciones coptas señalan que la Sagrada Familia hizo el viaje de retorno por vía marítima, y no por tierra. La hipótesis es probable. Una vez cesado todo peligro, este camino era más económico y ofrecía menos privaciones que la senda de las caravanas terrestres. Probablemente partieron en alguna de las numerosas embarcaciones que surcaban el Nilo desde Menfis (en el actual El Cairo) hasta Alejandría, donde tomarían una pequeña nave que en cuatro o cinco días, costeando el Mediterráneo, atracaba en Ascalón, Joppe o Yamnia.
Al desembarcar, José se informó sobre el nuevo rey de Judea. Era Arquelao, hijo de Herodes, y casi tan cruel como su padre, pues acababa de decapitar a varios miles de súbditos en el mismo Templo.
En un primer momento, el esposo de María había pensado establecerse en Belén, lugar del nacimiento del Mesías; pero como el ángel no había señalado nada concreto —le había dicho solamente que regresara a la tierra de Israel—, se planteó la posibilidad de marchar a un lugar que no estuviera sujeto a la jurisdicción del rey. El Señor le confirmó en sus propósitos por medio de un ángel: al oír que Arquelao reinaba en Judea (…), temió ir allá; y avisado en sueños marchó a la región de Galilea (Mt 2, 22).
Si la profecía de Miqueas había anunciado el nacimiento de Jesús en Belén, otros oráculos —como recoge San Mateo— designaban a Nazaret como lugar donde el Mesías había de crecer y llegar a la edad adulta. Y se fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliera lo dicho por medio de los profetas: "Será llamado nazareno" (Mt 2, 23).
El viaje de regreso fue tranquilo y reposado, en cortas etapas. Podemos imaginar la emoción de la Virgen y de su Esposo cuando, al atravesar la llanura de Esdrelón, ya en Galilea, fueron descubriendo los familiares parajes en los que habían transcurrido los años de su niñez y adolescencia. En Nazaret se encontraron con parientes y amigos, que se asombrarían al verlos regresar después de tantos meses sin tener noticias de ellos. No faltarían las preguntas embarazosas, motivadas por el cariño y una sana curiosidad, a las que responderían con discreción, para no revelar la verdad sobre Jesús que sólo ellos guardaban en el corazón.
Se aposentaron en la pequeña casa, una construcción pobre adosada a una de las cuevas que tan frecuentes eran en Nazaret. Quizá la encontraron en mal estado, después de tanto tiempo sin habitar, pero no se lamentaron: inmediatamente pusieron manos a la obra. José la reparó del mejor modo posible, María la limpió con cuidado, quizá ayudada por María de Cleofás, prima suya, madre de Santiago y José, de Simón y Judas, y de otras personas de la parentela.
La vida y el trabajo de la Sagrada Familia recobró su ritmo cotidiano, sin ningún acontecimiento especial digno de ser referido. San Lucas, que a partir de este momento reanuda su narración, refiere escuetamente que el niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en Él (Lc 2, 40).
La Virgen Santísima, como todas las madres, seguía con ojos amorosos el crecimiento humano de su Hijo y Señor, llena de admiración ante la naturalidad del modo de obrar de Dios. José laboraba con empeño, agradecido de servir con su trabajo al misterio de la Redención. Era una familia en la que el amor a Dios y a los demás se identificaba con los cuidados que dispensaban a Jesús, Verbo eterno del Padre, que aprendía a hablar con palabras humanas y a querer con corazón de hombre.
Artículo originalmente publicado por Opus Dei