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¿Tienes a alguien en quien descansar?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/04/15
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¡Qué importante es tener personas y lugares en los que sentirnos seguros! ¡Qué importante llegar a encontrar en Jesús en la oración el descanso y la paz!
Hoy celebramos el domingo del buen pastor. Jesús amó hasta el extremo. Hasta la raíz.
 
Hoy nos dice: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas”.
 
Jesús se nos revela como el buen pastor que cuida a su rebaño con su vida. Normalmente el pastor cuida las ovejas. Pero él da la vida por ellas, no es un asalariado. Le importan los suyos. Les ha abierto su corazón. Les ha dejado ver su herida. Están en su intimidad. Conoce sus vidas.
 
El buen pastor sufre por los suyos. Se conmueve en el dolor y en el peligro. Se entrega por ellos y los protege.
 
Es bonito pensar que nosotros somos sus ovejas. Porque en Él descansamos y nos sabemos seguros. Él nos cuida y protege.
 
¡Qué importante es tener personas y lugares en los que sentirnos seguros! ¡Qué importante llegar a encontrar en Jesús en la oración el descanso y la paz! El abrazo del pastor calma a la oveja.
 
Muchas veces nos cuesta la imagen de la oveja. La docilidad del cordero. El silencio. La inacción. La actitud demasiado frágil y bondadosa de la oveja mansa. ¡Cuántas veces nos han dicho: hay que ser buenos pero no tontos!
 
Nos parece que ser ovejas es ser un poco tontos, excesivamente débiles, vulnerables. No sé por qué pero nos gusta más la imagen del lobo. Ese lobo que se hace respetar e impone su poder.
 
La fuerza parece dar fruto tantas veces. Ser temidos antes que respetados. El lobo consigue lo que quiere por su fuerza. Es la actitud de aquel que sabe sacar ventaja en muchas circunstancias de la vida. Imponiendo su dominio, haciendo valer su poder.
 
Pero no es así con Jesús. Nos lo dice al hablar del reino: “Para Jesús, la verdadera metáfora del reino de Dios no es el cedro, que hace pensar en algo grandioso y poderoso, sino la mostaza, que sugiere algo débil, insignificante y pequeño[3]
 
Su reino es pequeño en la apariencia. Infinito en su majestuosidad. Surge de lo frágil, de lo que no llama la atención, de lo despreciado por los hombres. Se extiende a partir del reconocimiento de la propia pequeñez.
 
Jesús es el cordero, no el lobo. Es el pobre, no el poderoso. Jesús se experimenta débil y necesitado tantas veces en su camino. Calla y es llevado al matadero sin defenderse, sin hacer valer sus derechos, sin buscar la ayuda y protección de los poderosos.
 
Su reino nos parece a veces demasiado impotente e insignificante. No vence por su mucha fuerza. No se impone por sus cualidades. Jesús no sólo es el pastor, Él mismo es la oveja que no se resiste al ser llevada a la fuerza.
 
¡Cuánto nos cuesta ser ovejas y no luchar por nuestros derechos! Imitar la docilidad y mansedumbre de Jesús es un ideal de vida. En realidad es una constante paradoja. No somos fuertes. Pero nos llegamos a creer que sí lo somos. Somos frágiles y no acabamos de aceptarlo.
 
El otro día leía: “Con los reveses, el tedio, la oscuridad y la visión o la experiencia del pecado, el hombre descubre lo que es: una pobre cosa, un ser frágil, débil, un conjunto de orgullo y de mezquindad, un inconsciente, un perezoso, un ilógico. No hay límite en esta miseria del hombre[4]
 
Experimentamos la fragilidad de nuestra vida pero no queremos ser frágiles. Caemos y fracasamos pero no queremos aparecer como derrotados. Necesitamos la ayuda de los demás, pero nos cuesta tanto buscar ayuda. Aceptar que otros carguen con nuestro peso. Pedir que alguien nos socorra en nuestra angustia. Nos hace mucho bien darnos cuenta de que somos ovejas.

 
Jesús es un pastor herido. Un pastor pobre. Es hijo y padre. Es oveja y pastor. ¿Cuál es el verdadero poder de Jesús, el buen pastor? 
 
“Yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por esto me ama el Padre, porque Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que Yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre”. Juan 10, 11-18. 
 
Al pensar en la oveja y en el pastor, pienso en la oveja perdida. Se pertenecen mutuamente. Es su oveja. Es su pastor. Ningún otro conoce su nombre. Ninguna otra reconoce a su pastor. El pastor conoce a su oveja perdida de forma especial, la que un día se fue.
 
Y le dice: “Conozco tus sueños de libertad. Los sabía antes de que te fueses. Conozco tu corazón. Sé que sueñas con mares y montañas. Me gusta porque eres coherente y te vas, no te quedas por miedo, por obligación. Fuiste fiel a tus sueños. Yo sólo quiero que te quedes si tu sueño es estar conmigo”.
 
La huida de la oveja perdida se convirtió en su momento de mayor amor. En su momento de vida. En la encrucijada más importante. Cuando fue herida, cuando fue recogida.
 
Como los discípulos de Emaús. Jesús fue a buscarlos porque los amaba. Salió a su encuentro. No hizo cálculos. Daba igual el número de los que se quedaban. Los amaba a ellos, los necesitaba a ellos.
 
Salió de su camino por acercarse al de ellos. Los llamó por su nombre, los conoció, como el pastor a las ovejas. Y cuando parte el pan, los suyos le conocen a Él. Es el Señor. Su pastor.
 
La oveja del redil se va. Da igual que queden noventainueve en el redil. Por ella merece la pena dejarlo todo. El pastor conoce su nombre, la nombra en su corazón, sabe de su herida y de sus sueños, sabe lo que le entristece y alegra. Teme por ella.
 
Conoce su sed, su limitación. Sabe que quiere irse. No se siente en casa. Se siente impotente. Se va. Va a buscarla porque le preocupa que le pase algo. La conoce y sabe que lo necesita.
 
La oveja no conoce a su pastor. No sabe de su amor, cree que lejos hará mejor su camino. Es libre para elegir. ¿Y yo? ¿Conozco a Dios en mi vida? ¿Quién ha sido para mí? ¿Con qué nombre lo llamo? ¿Huyo de Él buscando otros pastos mejores?
 
Exclamamos hoy con san Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos”. 
 
La oveja conoció el extremo del amor de su pastor, que lo dejó todo por seguirla. Y volvió con el corazón libre, subida a hombros de su pastor. Me imagino ese camino lleno de ternura, el pastor curaría sus heridas. Le hablaría con cuidado, sin regañarla, lleno de alegría. Era su oveja encontrada.
 

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