¿No hubiera sido más eficaz la aparición gloriosa de Jesús entre todos los que le perseguían? Bastaba una ausencia para señalar la presencia que nunca desaparecerá
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Este domingo Jesús abre la puerta de la muerte. Descorre el velo ya roto. Rompe las sombras con su luz. Es la noche santa en la que se desgarra la esperanza y se salva la vida de los que han visto la muerte.
Es la noche en la que las estrellas son más poderosas que la oscuridad. Sostienen el cielo, abren el camino al cielo. Es la noche del agua que purifica el corazón, limpia las heridas, sostiene a los caídos en un mar cuya profundidad se hace eterna.
Es la noche en la que los pecados son lavados por la misericordia, el rencor es olvidado, el dolor desaparece. Es la noche de la vida cuando la muerte parecía tener la última palabra.
Es la noche en la que el corazón anhela y Dios nos da respuesta. Es la noche oculta en medio de los hombres. El amanecer esperado por el corazón que sueña. Es la noche de la vida, del día eterno que no acaba.
Es nuestra noche en la que somos liberados de la esclavitud que nos ata. Es la noche en la que salimos corriendo al amanecer como las mujeres: “El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo”.
El amanecer en el que los discípulos que amaban a Jesús no quisieron perder al que tanto querían:
“Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio la vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó”. Juan 20, 1-9.
Los discípulos corren. No encuentran. Ven y creen. Siempre me conmueve que el signo de la vida sea la ausencia de la muerte. Que el signo de la resurrección sean un sudario y unas vendas.
¿Basta eso como prueba? ¿No era más fácil creer que alguien lo había escondido? ¿Cómo imaginar algo tan imposible como una resurrección de aquel que no pudo defenderse en lo alto del madero?
¿No hubiera sido más fácil bajar aquel día de una muerte segura e irse caminando entre los que lo perseguían? ¿No hubiera sido más eficaz, más fuerte como signo, su aparición gloriosa entre todos los que le perseguían?
Bastaban unas vendas. Bastaba una ausencia para señalar la presencia que nunca desaparecerá. La presencia que será eterna.
Jesús había enseñado a los suyos a mirar la vida de otra manera. Había logrado que supieran ver la fe escondida en la dureza de un corazón. La esperanza en las noches oscuras. La paz en un mar revuelto.
Había logrado que creyeran en la inocencia de las personas cuando eran acusadas por su flagrante pecado. Había conseguido que miraran a los demás con los ojos de los niños y confiaran contra toda esperanza.
Les había dicho tantas veces que Dios era bueno y los amaba con locura: “Dios es bueno; su bondad lo llena todo; su misericordia está ya irrumpiendo en la vida. A veces les hace mirar de manera nueva el mundo que tienen ante sus ojos; otras les enseña a ahondar en su propia experiencia. En el fondo de la vida pueden encontrar a Dios”[1].
En el fondo de su corazón está Dios. En un sepulcro vacío, está Dios. En la noche sin vida, surge la vida. Habían aprendido a su lado a descubrir la eternidad en la humanidad que se debilita. La vida eterna en la muerte. El amor debajo del odio.
Recordaron sus palabras y creyeron. Vieron en ese sudario la esperanza que un día les había dejado grabada en su alma el amor de Jesús. Habían dejado de contar los días en sus manos, al tocar los sueños que se hacían eternos. A su lado todo parecía nuevo. Él lograba hacer las cosas nuevas.
Me gustaría aprender a mirar la vida de forma diferente. A mirar como miraba Jesús. Como el centurión esa tarde. Como el buen ladrón desde su muerte.
Una persona rezaba: “Encontrarme contigo me cambió la vida. Porque me has sanado y has creído en mí. Porque me has mirado. Gracias por sostener mi vida en tus manos. Gracias porque has dado sentido a mi vida. Le has dado horizonte, hondura. La has llenado de esperanza. Me has enseñado a vivir. Me has amado”.
Jesús los enseñó a amar y a vivir. A mirar, a consolar, a cuidar la vida y la esperanza. Le pido a Jesús que me enseñe también a mí a vivir, a amar. Sé que resucitar con Él, dejando en la tierra mis sudarios, es vivir de una manera diferente, mirar con sus ojos, amar con su sangre.
Jesús nos trae una vida nueva. La vida verdadera. A veces vivimos a medias. Nos conformamos con gotas de una vida que no nos llena el corazón. Queremos vivir de verdad. Anhelamos una vida llena, lograda, feliz.
El otro día leía: “Yo, naturalmente, no sé bien qué es la vida, pero me he determinado a vivirla. De esa vida que se me ha dado, no quiero perderme nada: no sólo me opongo a que se me prive de las grandes experiencias, sino también y sobre todo de las más pequeñas. Quiero aprender cuanto pueda, quiero probar el sabor de lo que se me ofrezca. No estoy dispuesto a cortarme las alas ni a que nadie me las corte”[1].
Vivir la vida de forma diferente. Aprender a saborear los pequeños regalos de cada día. Soñar con los imposibles. Dejarnos sorprender con lo nuevo. Admirarnos del amor que nos regala. Quedarnos perplejos ante la gratuidad que contemplamos.
Quiero vivir de otra manera. Vivir como Dios quiere que yo viva. Sin alejarme de su lado. Abierto al horizonte que Él me marca y no tanto al que yo deseo. Sin exigirle lo que no tengo. Sin pretender cargos ni prestigio. Sin buscar fama o que respeten mi dignidad.
Sin desear que valoren mis talentos. Sin atarme a lo que sólo me presta Dios por un tiempo. Sin estancarme donde yo estoy cómodo y seguro. Dispuesto siempre a lo que Él desee para mí. Para eso tengo que entregarle mi corazón, para que lo haga nuevo.
Que mi corazón se funda con el suyo. Que ame lo que el ama y sienta con sus sentimientos. Que abrace la cruz de mi camino sin amargura, con esperanza. Que aprenda a besar mi historia, mis heridas, mis dolores.
Para eso tendrá que podar, limpiar, trabajar la tierra. Tendrá que dejar morir algunas cosas que me pesan, para que pueda dar nueva vida. Decía el Padre José Kentenich: “Deben ahora examinarse: ¿Estoy apegado a las cosas? ¿O puedo decir tranquilamente: – ¡Mi Dios y mi todo!? Si fuera este el caso, está todo bien. Ciertamente, yo también me puedo alegrar por tener poder y prestigio, pero no me esclavizo a ello. Ellos deben ser peldaños para llegar a Dios: ¡Mi Dios y mi todo!”[2].
Quiero mirar mi vida al llegar la Pascua con su mirada. Quiero admirarme por el paso de Dios por mi vida. Quiero que Jesús deje morir en mí lo que me esclaviza y haga renacer la vida que me hace más suyo, más niño, más limpio, más puro.
Quiero que surja una nueva forma de vivir en mi corazón. Vivir como Él quiere que viva. Quiero abrir mi corazón herido para que brote en él una vida verdadera que todo lo haga nuevo.
Jesús, aproximación histórica