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Papa Francisco: La misión principal de los ancianos es rezar por los demás

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Aleteia Team - publicado el 11/03/15
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Hoy en la Audiencia General

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Queridos hermanos y hermanas,
 
en la catequesis de hoy seguimos la reflexión sobre los abuelos, considerando el valor y la importancia de su papel en la familia. Lo hago identificándome con estas personas, porque yo también pertenezco a esta franja de edad.
 
Una primera cosa es importante subrayar: es verdad que la sociedad tiende a descartarnos, pero ciertamente el Señor no. Él nos llama a seguirlo en cada edad de la vida, y también la ancianidad contiene una gracia y una misión, una verdadera vocación del Señor. No es aún el momento de “tirar los remos a la barca”. Este periodo de la vida es diverso de los anteriores, sin duda; debemos también un poco “inventárnoslo”, porque nuestras sociedades no están preparadas, espiritual y moralmente, a darle su valor pleno.

Antes, en efecto, no era tan normal tener tiempo disponible; hoy lo es mucho más. Y también la espiritualidad cristiana ha sido tomada un poco por sorpresa, y se trata de delinear una espiritualidad de las personas ancianas. Pero gracias a Dios no faltan los testimonios de santos y santas.
 
Me ha impresionado mucho la “Jornada de los ancianos” que hicimos aquí en la Plaza de San Pedro el año pasado: he escuchado historias de ancianos que se desgastan por los demás. Es una reflexión que continuar, en el ámbito tanto eclesial como civil. El Evangelio nos sale al encuentro con una imagen muy bella, conmovedora y alentadora. Es la imagen de Simeón y Ana, de los cuales nos habla el evangelio de la infancia de Jesús compuesto por san Lucas. Eran ciertamente ancianos, el “viejo” Simeón y la “profetisa” Ana que tenía 84 años.

El Evangelio dice que esperaban la venida de Dios cada día, con gran fidelidad, desde hacía largos años. Querían precisamente verlo ese día, captar sus signos, intuir su inicio. Quizás estaban también un poco resignados, ya, a morirse antes: esa larga espera continuaba sin embargo preocupando toda su vida, no tenían compromisos más importantes que esto. Pues, cuando María y José llegaron al templo para cumplir las disposiciones de la Ley, Simeón y Ana se acercaron, animados por el Espíritu Santo (cfr Lc 2,27).

El peso de la edad y de la espera desapareció en un momento. Estos reconocieron al Niño, y descubrieron una nueva fuerza, para una nueva tarea: dar gracias y dar testimonio de este Signo de Dios. Simeón improvisó un bellísimo himno de júbilo  (cfr Lc 2,29-32) y Ana se convirtió en la primera predicadora de Jesús: “hablaba del niño a cuantos esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38).
 
¡Queridos abuelos, queridos ancianos, pongámonos en el seguimiento de estos viejos extraordinarios! Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración: tomemos gusto a buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios. Es un gran don para la Iglesia la oración de los abuelos y de los ancianos. Una gran inyección de sabiduría también para toda la sociedad humana: sobre todo para la que está demasiado ocupada, demasiado empeñada, demasiado distraída. Alguno debe cantar, también para ellos, los signos de Dios.

Miremos a Benedicto XVI, que ha decidido pasar en la oración y en la escucha de Dios el último tramo de su vida. Un gran creyente del siglo pasado, de tradición ortodoxa, Olivier Clément, decía: “Una civilización donde no se reza es una civilización donde la vejez no tiene sentido. Y esto es terrible, nosotros necesitamos ante todo ancianos que recen, porque la vejez se nos da para esto”.
 
Podemos dar gracias al Señor por los beneficios recibidos, y llenar el vacío de la ingratitud que le rodea. Podemos interceder

por las expectativas de las nuevas generaciones y dar dignidad a la memoria y a los sacrificios de las pasadas. Nosotros podemos recordar a los jóvenes ambiciosos que una vida sin amor es árida. Podemos decir a los jóvenes miedosos que la angustia del futuro puede vencerse.

Podemos enseñar a los jóvenes demasiado enamorados de sí mismos que hay más alegría en dar que en recibir.
Los abuelos y las abuelas forman el “coro” permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y e canto de alabanza sostienen a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida.
 
La oración, en fin, purifica incesantemente el corazón. La alabanza y la súplica a Dios previenen el endurecimiento del corazón y el resentimiento y en el egoísmo. ¡Qué malo es el cinismo de un anciano que ha perdido el sentido de su testimonio, desprecia a los jóvenes y no comunica una sabiduría de la vida!

En cambio, ¡qué bello es el aliento que el anciano consigue transmitir al joven en busca del sentido de la fe y de la vida! Es verdaderamente la misión de los abuelos, la vocación de los ancianos. Las palabras de los abuelos tienen algo especial, para los jóvenes. Y ellos lo saben. Las palabras que mi abuela me entregó por escrito el día de mi ordenación sacerdotal, las llevo aún conmigo, siempre en el breviario.
 
¡Cómo quisiera una Iglesia que desafía la cultura del descarte con la alegría desbordada de un nuevo abrazo entre los jóvenes y los ancianos.
 
 
 

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