No viene preguntarnos si realmente amamos la Verdad y si seríamos capaces de aceptarla, incluso cuando nos acusa y su Luz no hiere la vista.
Quienes no quieren ser engañados y gustan de engañar, aman la Verdad cuando brilla y la odian cuando los reprende…; la aman cuando se descubre a sí misma y la odian cuando los descubre a ellos #SanAgustin (Las Confesiones 10,23,34).
Cada vez es más frecuente escuchar a católicos que hablan y defienden “su verdad”, la verdad personal que nadie puede negar. Una verdad que permite sentirse protegido de la verdad del vecino y que también nos resguarda de la luz de la Verdad, que es Cristo. No debemos extrañarnos de esto, ya que la postmodernidad nace precisamente de aceptar que la Verdad no existe y que cada cual tiene su propia verdad.
Hablar de verdades personales, es como hablar de un color sonoro. Lo personal no tiene que ver que la Verdad, aunque nuestras vivencias y sentimientos sean verdaderos. Lo que es personal de cada uno de nosotros es la realidad. Una realidad que debe ser iluminada por la Verdad, para descubrir qué hay de falso y erróneo en ella.
Cuando la Verdad ilumina la realidad personal aparecen las fuentes y razones del sufrimiento de nuestra vida. Aparece el pecado, que no deja de ser real y verdadero en sí mismo, como el motor de muchos de nuestros sufrimientos. Lo complicado es aceptar la Luz y amarla, ya que esto conlleva negarnos a nosotros mismos y tomar la cruz. Conlleva dejar en el suelo todas las riquezas (soberbias, egoísmos y envidias) que nos impiden pasar por el ojo de la aguja. La principal de las riquezas que deberíamos dejar en el suelo es precisamente nuestra verdad personal ya que es un fardo inmenso y tremendamente pesado.