¿Soluciones al problema en las fronteras? Solidaridad, austeridad personal y colectiva, amor a la verdad
Monseñor Santiago Agrelo Martínez llama la atención, entre otras cosas, porque encarna una mezcla de energía y convicción reflejadas a través de un semblante pacífico y de una apariencia sencilla. Este franciscano gallego, arzobispo de Tánger, se ha convertido en una de las voces más proféticas de la Iglesia por su defensa de los inmigrantes.
Entró en el seminario a los 11 años, decisión que tomaron por él sus abuelos pero de la que nunca se arrepintió. La carrera eclesiástica le llevó por los derroteros de la enseñanza. Por eso fue él el primer sorprendido al ser nombrado obispo de esta diócesis del norte de África, trampolín para los emigrantes en su camino hacia Europa, pero también ratonera que provoca cada día gran sufrimiento.
Se ha convertido usted en una de las voces proféticas del momento. ¿Cómo ha ocurrido? ¿Es parte de una trayectoria natural o de un repentino cambio?
A lo largo de mi vida he cambiado continuamente. Lo considero una gracia de Dios. Una vida abierta a lo que la realidad te va diciendo. He estado siempre aprendiendo cosas y espero no haber acabado de hacerlo, además de una cierta cercanía al mundo de los necesitados que fue asumiendo diferentes formas.
Cuando era estudiante de Teología pertenecí a la Legión de María y me mandaban a la cárcel de Santiago de Compostela a visitar a los presos en las tardes del domingo. Ya de sacerdote, en Roma, trabajé 12 años en un suburbio, en medio de gente venida de fuera y que había hecho allí sus barracas. Fue este uno de los períodos de mi vida de los que guardo recuerdos más hermosos.
Luego, cuando regresé a Santiago, colaboré con las Oblatas en su trabajo con las mujeres de la prostitución. Mi labor consistía en dedicar una hora semanal para ayudarles a fomentar su autoestima.
También fui director del albergue de transeúntes de Santiago durante varios años. Esto implicaba tener el teléfono en la cabecera de la cama por si la Policía o la Guardia Civil te traían a alguien para acomodarlo por la noche y despedirlo por la mañana, un trabajo que me dio también muchísimas satisfacciones. Levantarme en la noche para recibir a la gente me daba alegría.
¿Qué significó para usted Marruecos?
Marruecos supuso un gran impacto para mí, sobre todo el encuentro con el mundo de la inmigración y, mucho más, el hecho de tener a los inmigrantes en casa.
Al principio, era un servicio de Cáritas y venían a las tres o a las cuatro de la mañana. Ahora las cosas están más organizadas, como quien va a la consulta de un médico, con cita previa. Hay un equipo que les atienden todos los días. Antes, tocaban el timbre a cualquier hora para coger vez y bajabas a abrirles, para que no estuvieran en la calle.
Sin embargo, lo que más impacta no es el hecho de recibirlos, sino el ver sus problemas, su miedo, su angustia… La mayor parte de las veces ver también su esperanza o su alegría.
Lo que más me sorprende, o admiro, en los inmigrantes es su serenidad, la paz que transmiten. Sin embargo, con frecuencia te encuentras también con la enfermedad y, en el caso de las mujeres, además de las dificultades propias de la maternidad, con los problemas de la prostitución o de la trata (de personas para diferentes formas de esclavitud).
Tantas cosas… Eso sí me ha marcado profundamente. Ahí creo que he cambiado mucho en mi modo de pensar. Empecé a ver con claridad cosas que antes no había visto y que ahora, en cambio, me parecen luminosas. Espero, sin embargo, no haber terminado de comprender.
¿A qué se refiere con esas cosas luminosas?
Aquellas que ocurren cuando uno se encuentra con el hombre, algo que antes para mí no estaba claro. Es decir, yo siempre fui muy ortodoxo y muy conservador –creo que aún lo soy–, y eso me hacía centrarme en la doctrina, en el pensamiento…
Marruecos me ayudó a centrarme en el hombre. En el hombre como destino, principio y fin del Evangelio, como justificación de la encarnación. La revelación de Dios se da en el hombre. Él ha querido poner en el hombre su propio destino.
Son estas las cosas que no hubiera descubierto mediante una reflexión teológica si no me hubiese encontrado con el hombre en Marruecos: que Dios es para siempre hombre. Eso yo lo sabía antes, pero de otra manera.
¿Qué le cuentan los inmigrantes? ¿Vienen a hablar con usted?
No, eso es curioso. Vienen a la catedral donde me los encuentro todos los domingos. Muchos vienen a misa y se quedan rezando al acabar. Todos te saludan, notas en el rostro una mirada de gratitud, una mirada de confianza.
Notas algo que yo nunca agradeceré bastante a Dios, y es que te da la impresión de que están en su casa, en familia, de que se saben de casa y eso para mí es impagable. No buscamos otra cosa. Eso vale mucho más que la ayuda que podamos darles, siempre limitada; que sientan que han llegado a una tierra de destino, que no están en camino –aunque lo estén–, sino que están en casa.
¿Por qué deciden salir de sus tierras? ¿Con qué sueños viajan?
Eso habría que preguntárselo al equipo que trabaja con ellos y no a mí. Ellos son los que los reciben, los escuchan, los acompañan a los hospitales, escolarizan a sus niños… El equipo tiene sus servicios sociales. Llega una persona y si tiene que ir al hospital, le acompañan y se aseguran de que sea atendida.
Porque si no, a lo mejor, no la atienden por ser negra, aunque estén obligados a hacerlo. Marruecos ofrece asistencia sanitaria aunque uno no tenga papeles, pero para evitar que no sean atendidos se les acompaña. Tenemos también una psicóloga para las necesidades en este campo, que suelen ser muchas.
He visto casos extremos; gente que se queda sin habla, acurrucada detrás de una puerta, incapacitada para comunicarse, como víctimas de un trauma, de un sufrimiento tan atroz que los lleva incluso a colocarse en posición fetal. Y no digamos cuando una madre asiste a la muerte de un hijo.
Es frecuente atender a aquellos que sufren las consecuencias de la prostitución o de heridas graves como las de una mutilación. Se establecen criterios de prioridad en cuanto a la atención. Normalmente, primero las mujeres, las embarazadas.
Hay también talleres para manualidades, para hacer joyas, bolsos, trabajos en madera; son cosas voluntarias, pero les sirven para estar ocupados y ganar algo con su venta.
¿Qué otras actividades tiene la diócesis y qué lugar ocupa la atención a los inmigrantes?
Todas las instituciones religiosas de la diócesis saben que los emigrantes, en cuanto que son los más necesitados, son personas privilegiadas para la Iglesia, pero el obispo no está directamente implicado en ese trabajo, como tampoco en ninguno de los proyectos que llevan las distintas instituciones religiosas de la diócesis.
Somos dos mil y pico católicos y hay 15 institutos religiosos, un número muy grande que le da un determinado rostro a la Iglesia. Cada instituto tiene proyectos de acción pastoral, social, de ejercicio de la caridad…
La diócesis es mucho más que la delegación de Inmigrantes, una creación de hace sólo cuatro años. Al llegar pensé que era necesario establecer una entidad específica para atenderlos.
¿Cómo ve la actuación de Marruecos y de España en relación a la inmigración?
Existen dos maneras de ver la realidad. Desde la Iglesia, en el emigrante vemos al hermano y al Señor, y eso para las naciones y las autoridades políticas es una visión imposible. En último término se trata de dos visiones distintas del hombre.
Mucho me temo que para los Estados, el emigrante es una mercancía, vale en tanto en cuanto puede producir un beneficio económico en el lugar a donde llega, no se considera su realidad como persona. De hecho, para responder a preguntas sobre los emigrantes, nunca se les pregunta a ellos, aunque deberían ser los primeros interpelados.
Tanto es el deseo de no saber de ellos, de no preguntarles, de ignorarles como personas que, incluso cuando consiguen entrar en el territorio nacional, en España, se les devuelve inmediatamente.
Esas devoluciones en caliente se realizan para no escucharles, no porque cueste trabajo tenerlos aquí o atenderlos; son personas pacíficas, con ilusión y ansias de trabajar, con una voluntad enorme de vivir y, sin embargo, por no escucharles, por no oírles, por no darles la palabra, los devolvemos inmediatamente.
¿Cómo responde al argumento del Estado español de que este tiene derecho a proteger sus fronteras, a que no entre gente de forma ilegal?
No sé cuáles son los derechos de los Estados; mucho me temo que estos tienen los derechos que quieran darse. ¿Quiénes son los Estados? Los Estados son los Gobiernos y el nuestro, que se supone democrático, ha insinuado la posibilidad de legalizar las devoluciones en caliente.
Quiere decir que un Gobierno establece las fronteras, las leyes que las regulan y no tiene que dar razón a nadie sobre ellas. Sin embargo, la víctima es siempre la humanidad más empobrecida, la más necesitada, con más derechos violados, con menos derechos respetados.
Hablarme de fronteras como un derecho… Yo pienso que antes que los derechos de las fronteras están los de las personas; así de sencillo, no hace falta tener muchas luces para entenderlo.
En este sentido, ¿cómo valora la actuación de las Fuerzas de Seguridad?
Hace poco veía una entrevista de una cadena de televisión española realizada por un periodista a un guardia civil de Melilla. Es algo tremendo. El guardia civil se confiesa delante del periodista, cuenta cosas atroces: que violan las leyes y que él, como mandado, no puede evitar.
Se le manda apalear, para que el emigrante baje de la valla y poder devolverlo. Dice algo que todos podíamos sospechar: que durante la noche no hay inconveniente en apalearlos porque nadie les ve. La preocupación llega con la luz del día y la imagen que ello pueda suscitar.
En otro vídeo que la asociación PRODEIN hizo público, y que vi varias veces, lo que más me llamó la atención no es tanto que la guardia civil pegue a un emigrante, ni que lo saquen inconsciente a través de las fronteras o lo entreguen a las fuerzas del orden marroquí.
Lo que más me impresiona es la indiferencia de todos los que pasan. Indiferencia ante el hecho, ante aquel hombre inconsciente. Pasa un coche médico, una ambulancia, unas personas haciendo footing como si allí no existiese nadie ni pasara nada.
Si esa indiferencia es icono de la indiferencia de la sociedad con relación a estos hechos, entonces los emigrantes tienen un problema, pero la sociedad tiene un problema mucho mayor: quiere decir que está radicalmente enferma, muy enferma.
¿Qué solución se le ocurre al tema migratorio?
Soluciones yo no tengo. Habría que pensar primero cómo eliminar la corrupción en la política. Me refiero a los países de origen, pero eso no está en las manos de ningún pobre como nosotros.
Como Iglesia, ese poder de cambiar las estructuras o las instituciones no lo tenemos en ningún sitio, gracias a Dios, porque si no crearíamos otras estructuras y otro poder a nuestra medida, y estaríamos igual de mal, o peor. Yo no quiero tener ese poder –ni que la Iglesia lo tenga–, jamás; que sólo tenga el poder de servir y de amar.
La solución de los problemas, en cambio, pasa por el camino de las sociedades hacia la solidaridad –si no queremos hablar del amor–, por un camino hacia la austeridad personal y colectiva. Se trata de que aprendamos a vivir con dignidad y posiblemente con poco. Pero, ¿quién enseña eso a la sociedad? Ciertamente, no los partidos políticos que, si quieren votos, engañarán y dirán que vas a tener mucho y con poco trabajo.
Hace falta amor a la verdad, pero tendría que venir santa Teresa a enseñárnoslo. Si lo primero que hace uno para medrar en la sociedad es mentir, engañar, por ese camino vamos siempre mal, tanto en los países de origen como en los de destino o en los de tránsito. Quienes pagan siempre los platos rotos son los pobres.
¿Quiénes emigran? ¿Qué percepción tiene usted de los motivos y del perfil de los que salen?
Es una evidencia que muchos emigrantes no salen de una situación de pobreza, sino muchas veces de injusticia y violencia, de guerra. Esas situaciones debieran ser motivo más que suficiente para que en las fronteras de los países de llegada, en Europa, se les escuchase, para saber de dónde vienen.
Aunque también hay que contar con la capacidad del ser humano de engañar y de mentir. Si uno sabe que si vienes de una situación de guerra te van a admitir, probablemente tratará de hacerte pensar, ver o creer que viene de dicha situación.
Los emigrantes no son ni santos ni ángeles bajados del cielo, son personas como nosotros. Tienen su picaresca. A mí me encanta que me engañen, y comprendo que me engañe un pobre, es algo maravilloso, porque tienen que vivir simplemente de lo que se les da. Ahora, que me engañen los ricos, eso me da repulsa.
Por otra parte, ciertamente vendrán pobres y, en todo caso, si viene gente que en su país no lo era y no huye de la violencia, seguramente no habrá salido porque le guste andar por los caminos maltratado, sino porque intuye, piensa y desea tener un futuro mejor del que se le deparará en su país de origen.
Ese derecho a soñar lo tienen todas las personas. Es un derecho universal reconocido; tanto el de no emigrar como el de emigrar. Sin embargo, estos derechos están siendo conculcados sistemáticamente por unos Estados que consideran que son dueños de las fronteras.
Ellos no son los dueños sino, en todo caso, los administradores, y hay gente que tiene derecho a pasar por esas fronteras y eso tiene que ser respetado.
¿Cuál es la buena nueva que dan a los emigrantes?
Creo que ellos encuentran un tesoro en la Iglesia como familia, y para la Iglesia ellos también son un tesoro y una estima.
La Iglesia de Tánger se ha revitalizado muchísimo con la presencia de los emigrantes, no sólo por los fieles que representan dentro de la Iglesia y que te hacen ver el domingo la catedral de buen ver, a veces de color negro, que es una maravilla. Llevan consigo gozos y penas muy grandes.
Estos días revisaba mensajes antiguos que me habían llegado desde Casablanca, relacionados con una niña de 4 años, que tenía a su padre en la cárcel. Esa niña, que yo bauticé en Tánger, en una Vigilia Pascual, murió después en el Estrecho, junto a toda su familia. Esto es siempre una bofetada enorme para nosotros. Gente que ya forma parte de tu vida, que ha entrado en la comunidad, de repente, sabes que se han muerto…
Son muchos los que el Estrecho se ha llevado por delante, gente que estaba con nosotros. Todo ello te hace sentir una gran familia, que la Iglesia no es una comunidad doctrinal, sino una comunidad de vida, de acogida, de amor. Es una presencia muy viva de Cristo en el mundo.
Por Rafael Armada
Artículo originalmente publicado por Mundo Negro