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Nunca se ama demasiado

Young Girl Portrait Guillaume Lemoine – es

Guillaume Lemoine

Carlos Padilla Esteban - publicado el 30/12/14

"Todo el mundo debería tener un amor verdadero y debería durar como mínimo toda la vida"

Creo que nunca se ama demasiado. Amamos mucho o poco, o nada. Pero demasiado nunca. A veces amamos mal, de forma enfermiza, encadenando en lugar de liberando. Reduciendo espacios, limitando tiempos.

En esos casos amamos mal, egoístamente, buscando sólo nuestra felicidad, nuestro bienestar y no el del otro. Pero nunca podemos decir que amamos demasiado.

Uno puede comer demasiado. Y nota el estómago lleno. Puede pagar demasiado por algo y sentir que lo han engañado. Uno puede ser demasiado pesado con alguna persona. Y esa persona se lo hace ver. Uno puede desear demasiado y luego los desengaños nos vuelven a la realidad. El demasiado tiene siempre una connotación negativa, de exceso.

Pero no creo que haya actitudes en el amor que puedan ser excesivas. Y todo porque el corazón nuestro no tiene fondo, nunca se llena, está soñado para la eternidad y sólo sueña con un amor que dure siempre.

Decía John Green: "Todo el mundo debería tener un amor verdadero y debería durar como mínimo toda la vida". Por eso el amor recibido nunca nos basta y no puede ser considerado excesivo. En realidad nunca es bastante. Siempre necesitamos más amor.

A menudo no nos basta con lo que recibimos. Esperamos más. De la misma forma, siempre podemos amar más. Dios nos ha dado una capacidad casi infinita para ser amados. Y a la vez nos ha dado una capacidad inmensa de amar.

Nos sorprende todo lo que podemos llegar a amar, cuando nos ponemos a ello. Pero a veces no lo hacemos. Queremos dar, pero no damos. Buscamos egoístamente amor, pero no amamos. Creemos que Dios tampoco nos ama demasiado. Porque no nos resulta la vida como queremos.

No percibimos su amor, no nos dejamos amar por Él. Seguro que nos ama mucho, pensamos, pero no somos capaces de percibir su ternura. No notamos su mano sobre la nuestra. Y nuestra debilidad, en lugar de ser un puente hacia Dios, puede convertirse en un abismo que nos separa.

Miramos la grandeza de Dios, miramos a María que es una niña dócil, abierta a Dios, y nos sentimos muy lejos. Por eso podemos rezarle a María como lo hacía esta persona:

"Yo veo el abismo entre tú y yo, y me apena. Veo la diferencia entre tu alma transparente de Dios, Santuario vivo, y la mía mediocre y vacía porque está llena de mí misma. Madre, transforma mi corazón y hazlo puro, noble, bueno y generoso como el tuyo y que esa pureza se refleje en mis sentidos y en mi forma de darme, de comportarme, de hablar, de pensar, de vestir, de ver, de oír, de escuchar. Que se refleje en toda mi vida y en todo mi ser".

Nuestro amor pobre en Navidad puede crecer. Nuestro amor débil, enfermo, egoísta, puede cambiar en el establo. De mí depende. Del amor de Dios depende. Ese amor de Dios que sí es excesivo, que es locura que nos desborda. Ese amor que excede los límites de mi alma que tantas veces se conforma con tan poco.

No deja de sorprenderme lo fácilmente que nos acostumbramos a recibir poco amor. Nos secamos, nos cerramos. El Papa Francisco nos recuerda que podemos estar enfermos:

"La enfermedad de Alzheimer espiritual: Es decir, la de olvidar la historia personal con el Señor, el primer amor. Es una disminución progresiva de las facultades espirituales. Lo vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro con el Señor. En los que construyen muros alrededor de sí mismos y se convierten, cada vez más, en esclavos de las costumbres y de los ídolos que han esculpido con sus propias manos".

Nos secamos, nos vaciamos de amor. Hay personas que sobreviven sin una gota de amor en sus vidas. Siguen viviendo, siguen mendigando cariño, ternura. Apuran como un sediento lo poco que les dan. Se han acostumbrado al vacío y recibir algo ya les parece mucho. Se han aburguesado.


En Navidad el amor de Dios en Belén es inmenso. Nos desborda. Es un amor que supera toda capacidad humana y eso nos alegra. Nos acercamos como niños a ese inmenso mar de misericordias.

Nunca y siempre son dos adverbios que tienen muchas acepciones. A veces los utilizamos mal y les decimos a otros: "Nunca haces lo correcto. Siempre estás pensando en tus cosas. Nunca me muestras tu cariño. Siempre llegas tarde. Nunca dices algo bonito".

Y así podríamos seguir con una larga serie de quejas, de protestas injustas. Porque cuando utilizamos en estos casos estos adverbios, normalmente exageramos. Queremos hacer daño. A lo mejor percibimos que estamos en lo cierto. Que la otra persona no cuida lo que queremos que cuide y nos duele.

Pero utilizar esas expresiones no suele ser constructivo. No logramos lo que queremos. Hacemos daño. Otras veces los usamos deseando que sea real lo que decimos: «Siempre te querré como te quiero hoy. Nunca traicionaré tu confianza. Siempre podrás contar conmigo. Nunca dejaré de apoyar tus proyectos». Son deseos muy nobles inscritos en el alma.

El corazón desea lo eterno, desea amar siempre, desea darlo todo. Estamos hechos para lo eterno. Y ese deseo crece con fuerza en nuestro interior. Cuando amamos lo hacemos con todo el corazón. No podemos amar a medias.

Pero muchas veces constatamos que nuestras promesas quedan incumplidas y nos duele el alma entonces. Sentimos que le hemos fallado a la persona a la que más amamos. ¿Cuántas veces hemos dejado de cumplir nuestras promesas?

Lo confesamos. No siempre hemos estado a la altura. A veces el cansancio de la vida. Otras veces las expectativas incumplidas. Esperábamos que la vida fuera diferente y nos desanimamos. Dejamos de luchar, de amar.

Al mismo tiempo, también usamos con Dios las mismas expresiones y le decimos: «Seré siempre fiel a este compromiso que asumo hoy. Cuenta siempre conmigo, Señor, nunca te dejaré. Te amo por encima de todo».

Se lo dijimos un día a María al sellar nuestra alianza de amor. Se lo decimos a Jesús cada vez que comulgamos. En momentos de intimidad con Él. Luego, es verdad, no somos siempre fieles.

Miramos las cumbres más altas y nos agotamos pronto. Caemos. Nos confundimos. Tropezamos. Nuestros "siempres" y nuestros "nuncas" quedan inconclusos. Y nos sentimos débiles y pecadores.

Parece que sólo Dios mantiene su promesa para siempre. Hoy nace y nos dice que siempre estará con nosotros hasta el final de los tiempos. Sabemos que nunca perecerá un hijo de María. La promesa de Dios se cumple, es eterna, Dios es fiel, nunca nos deja solos.

Confiamos entonces en su fidelidad. Esa promesa calma el corazón. Estará con nosotros todos los días de nuestra vida. Sí, siempre estará a mi lado. En los momentos de soledad y cuando estemos acompañados de seres queridos. En las dificultades y en los momentos de plenitud.

El corazón se calma al pensar en su mano sosteniendo la mía. En su corazón descansa el mío. Queremos que esté siempre a nuestro lado. Queremos que nos sostenga cada día. Que nunca abandone nuestro camino. Que nunca se olvide de nosotros.

Nace Jesús en Belén y nos recuerda que su sí sobre nuestra vida es para siempre. Nace para no dejarnos nunca. Para demostrarnos que su promesa es eterna.

No recordamos que un día se hizo carne. Hoy se hace carne. Vuelve a venir. No lo hace sólo en la cueva de Belén. Lo hace en todas las cuevas donde llega para traer el consuelo y la paz, para hacer que vuelva la armonía y el amor.

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