En realidad todos tenemos mucho de piedra y de perla, el amor nos vuelve brillantes, el amor hace de la piedra una perla
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Siempre me gustó decirle a Dios que quiero construirle una casa. Que mi vida quiere ser invertida en esa casa para Él. Una casa en la que Él y los hombres puedan descansar. Una casa abierta. Una casa trasparente. Una casa llena de alma, de su presencia. Una casa sin rejas, vulnerable, donde es posible entrar a robar. Una casa sencilla y llena de luz.
Nuestra propia vida es esa casa. Muchas veces he querido construirle la casa solo, sin su ayuda, con mis manos débiles. Me he visto fuerte y he creído que podía yo solo.
He alzado las manos queriendo coger la vida en mis manos, obsesionado con ganar, negando mi debilidad. Ocultando heridas por miedo a fracasar, a ser rechazado. He pretendido ser arquitecto y albañil, carpintero y electricista. Todo perfecto. Sin errores, sin manchas.
He querido serlo todo hasta que he visto que era imposible y he caído. No puedo solo. La casa la construyo con Dios y sin Él no construyo nada. Él trabaja mi piedra, la talla, saca lo mejor. Así es siempre en nuestra vida. Él construye a partir de nuestra tierra.
Hace tiempo escribí un pequeño cuento. Pensaba en mi propia vida. Pensaba en Dios:
«Un hombre encontró un día una piedra debajo de la tierra. Parecía una piedra normal, pero no lo era. A él le gustó porque era suya. Al principio pensó que era una piedra como las demás. Pero con el tiempo dejó de serlo, porque el cariño hace que las cosas sean distintas, únicas.
La guardó en su bolsillo. Pasaron los años y siempre llevaba la piedra consigo. La tocaba en momentos de temor. La usaba para tranquilizar su alma inquieta. La apretaba en la dificultad. Siempre estaba con él. Él siempre estaba con ella. Sin la piedra no podía vivir.
Un día, ya mayor, cogió la piedra a la luz de la luna. La piedra comenzó a brillar. No entendía mucho. A veces la vida es así, no entendemos mucho. Pero se conmovió. La miró feliz.
Era su piedra y no era su piedra. Vio en su interior una belleza que nunca antes había visto. Sorprendido la besó. Y dentro de su alma algo de ese brillo se quedó para siempre. Esa piedra vulgar que un día siendo joven encontró, en verdad, nunca fue vulgar.
El amor hace que las cosas no sean vulgares. Esa piedra era una perla preciosa y el uso y el amor, y el tacto y el cariño, habían sacado la belleza que antes escondía. Esa belleza sagrada que sólo tienen las cosas que amamos. Era una piedra preciosa.
El secreto era que el hombre la miró siempre como una perla. La amaba como una perla. La trataba como una perla. La acariciaba como una perla. Tanto fue así que la piedra, algo tosca al principio, acabó creyendo que en su interior tenía luz y descubrió que podía llegar a ser una perla.
La mayor alegría de la piedra fue poder darle luz a él, poder embellecer un poco su vida, poder darle calor en sus días fríos, sostener sus pasos. Bajo su mirada brillaba, porque sus ojos, llenos de vida, eran un motivo para seguir dando luz al mundo. Sin esa mirada tampoco podría vivir la piedra y llegar a ser una perla».
Me gusta este cuento de la piedra y la perla. La piedra es Dios, somos nosotros, es la vida. La piedra son personas que hemos amado en el camino. La piedra es nuestro corazón duro y blando, tosco y precioso.
En realidad todos tenemos mucho de piedra y de perla. El amor nos vuelve brillantes. El amor hace de la piedra una perla. El desprecio y el odio nos vuelven toscos, duros, oscuros.
Dios puede trabajar la piedra de mi alma y hacer que sea una perla con brillo que ilumine a muchos. Sólo así puedo pensar en construir una nueva casa. Una casa abierta para los hombres. Una casa, un hogar, un espacio sagrado.
Sólo contando con que Dios trabaje mi piedra, mi perla. Él cree en mí. Y cuando Él construye, la obra parece fácil. Él modela las piedras, mi piedra, mi alma. Talla, quiere cincelar su rostro en mi rostro con amor. Tendrá que desfigurarme un poco. Así será más fácil. Duele, pero merece la pena.