Sólo podemos ser roca cuando hemos experimentado la hendidura, la herida, el tropiezo, la caída
A veces en el camino nos sentimos fuertes, capaces de todo. Creemos que todo comienza con nosotros. Queremos controlar la vida porque si no estamos presentes, las cosas no salen bien. Hemos conocido el éxito, besado la fama, acariciado la gloria.
En esos momentos es cuando el poder se nos sube a la cabeza y la mirada se nubla. Nos acecha la vanidad y el orgullo. Es la tentación más constante en el hombre. Creernos capaces de todo. Sentirnos poderosos.
Nos convertimos en seres individualistas buscadores de triunfos. Nos cuesta delegar, confiar en otros. Nos encerramos en nuestras fuerzas. Nos hacemos rocosos, duros, impenetrables.
Nos distanciamos de los demás que sienten nuestro poder y se alejan. La vanidad nos hace despreciar al débil e ignorar al que no cuenta. ¡Qué fácil caer en esta tentación! Rechazamos al débil, despreciamos al humilde.
No nos dejamos ayudar nunca. Nos cuesta aceptar las críticas. Pensamos que lo hacemos todo bien y los demás se equivocan. No queremos cambiar nada. Son los demás los que tienen que mejorar. Nosotros podemos con todo.
Muchas veces vivimos así. Somos impenetrables. Parecemos perfectos, nos sentimos perfectos, nos ven perfectos.
La mirada de Jesús y de Pedro siempre nos conmueve de nuevo. Un antes y un después. Se detiene el tiempo. La mirada del perdón. La mirada del deseo. Las lágrimas. El silencio. No hay reproches. No hay regreso. Simplemente lágrimas en la noche. Voz callada. Tristeza. La misma mirada de Jesús sobre nosotros cada vez que caemos.
Un poema de Ernestina de Champurcín dibuja ese momento: «Un día me miraste / como miraste a Pedro/ No te vieron mis ojos, / pero sentí que el cielo / bajaba hasta mis manos. / ¡Qué lucha de silencios / libraron en la noche / tu amor y mi deseo! / Un día me miraste / y todavía siento / la huella de ese llanto / que me abrasó por dentro. / Aún voy por los caminos / soñando aquel encuentro, / Un día me miraste / como miraste a Pedro».
Un encuentro que fue desencuentro. Un deseo insatisfecho. Una búsqueda fallida. Unas miradas que dejaron de encontrarse. Tal vez pudo Jesús seguir a Pedro con su mirada mientras se alejaba. Tal vez fue Pedro el que retuvo en sus ojos a Cristo mientras se lo llevaban. No lo sabemos.
Sólo nos queda claro el instante eterno del encuentro. Las miradas confundidas. El dolor del alma. Hay momentos que quedan grabados para siempre en la memoria, en lo profundo del alma. Lo sabemos.
Hay encuentros y desencuentros en nuestra vida donde las miradas nos ayudan a descifrar el instante. Miramos. Fuimos mirados. Dolor. Tristeza. Arrepentimiento.
Una persona decía: «Supongo que no hay mas arrepentimiento que el de poder mantenerse en silencio, solo aceptando, así me quedo y el silencio del dolor me está llenando».
Miedo sin palabras. Aunque habría muchas preguntas en el alma de Pedro. ¿Quién eres, Jesús? Es la pregunta que flota en el aire. Dos hombres que se alejan.
Pedro tenía miedo. Negaba, se arrinconaba, huía. Quería estar cerca y lejos al mismo tiempo. Amaba y negaba. Lo quería todo y prefería no tener nada. Miedo.
Hay instantes que nos cambian la vida para siempre. Jesús nos mira. Lo hace de formas distintas. Sale a nuestro encuentro cuando nos alejamos con miedo. A veces no lo vemos. Él nos mira. Nosotros nos alejamos. Él continúa el camino siguiendo nuestro rastro. Siempre de nuevo me emociona este momento. ¡Cuánto cambiaría la vida de Pedro después de esa mirada!
Sólo podemos ser roca cuando hemos experimentado la hendidura, la herida, el tropiezo, la caída. Pedro cae y el dolor de sus lágrimas rompe la roca. Caído y roto como Saulo en el camino.
Caído y roto, herido en su orgullo, Pedro comprende por dónde empieza la salvación. Antes no podía seguir a Jesús. Ahora, ¡bendita paradoja!, puede seguir sus pasos a la cruz.
A Pablo y a Pedro les unió la cruz de Jesús. Ellos no estuvieron aquel día. Jesús murió abandonado, sin Pedro y sin Pablo. Pedro le negó. Pablo lo persiguió. No estaban junto a María la tarde del viernes santo.
Esa herida de Jesús de su costado es la herida de Pedro y de Pablo. La comparten. No estuvieron con Él cuando Él buscaba el amor de los hombres. Ellos estaban lejos. ¡Qué difícil aceptar esto y perdonarse! ¡Qué dolor tan grande!
Pedro había jurado fidelidad. Era el amor de su vida, el que dio sentido a su historia y había transformado su corazón. ¡Qué torpe fue aquella noche, qué cobarde, qué frágil!
No se acercó a consolarlo cuando dijo que tenía sed, no le dio en ese momento el abrazo de un amigo, su sí fiel. No fue capaz ni de proteger a María como lo hizo Juan.
Pedro huyó. La promesa de Pedro de seguirlo hasta la muerte que le dijo esa noche de Cenáculo había quedado en nada. Él, que subió al Tabor con Jesús, que fue al huerto de los olivos, que vio tantos milagros, que caminó hacia Él sobre las aguas, había fallado. Parecía imposible. El miedo de Pedro. Su orgullo herido. El dolor por no haber estado con Jesús.
¡Cuántas veces nosotros no nos perdonamos por cosas que hicimos mal! También fallamos y caemos. No estuvimos donde teníamos que estar. No fuimos fieles a lo que prometimos. No estuvimos al pie de su cruz.
Pedro y Pablo compartieron la experiencia de amor más fuerte que nadie puede sentir. Porque fallaron y después conocieron en su vida la hondura del amor de Jesús. Su herida es la marca del amor de Jesús. Eso fue el fundamento de su vida. Ese amor imposible.
Escucharon de Jesús lo que una persona escribía: «Guiaré con mi luz tus noches más oscuras. Sostendré con mis brazos rotos tus caídas. Sanaré con mi costado abierto tus heridas. Colmaré con mi riqueza tu pobreza. Saciaré tu sed con mi fuente de agua viva, y tu hambre con mi pan partido. Calmaré tus sufrimientos con mi amor traspasado. Engrandeceré tu pequeñez, transformaré tu corazón mezquino. Y te acercaré un poquito más al cielo, cada vez que sin saber donde te llevo camines confiada al lado mío».
Ellos vivieron el perdón sin condiciones, el abrazo sin reproches, su ternura, su misericordia. Y, además, Jesús puso en sus manos la Iglesia. Confió en Pedro como la roca. Y en Pablo como ese fuego evangelizador.
Ahora sí, perdonados, humillados, vencidos, podían seguir a Jesús y ser columnas. « ¿Me amas? Sí, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes cuánto te quiero». Se sabían sostenidos por el amor herido de Jesús. Ese amor los hizo fuertes y fieles.