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¿Sientes hambre en soledad?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/06/14
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Desconocemos lo que hay en el corazón; así, estamos alejados los unos de los otros, y nos sentimos solos

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Jesús hoy, en el Evangelio, nos dice quién es. Quién es en lo hondo de su corazón. El misterio de su alma: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre».
 
Muchos le buscan por lo que hace. Por sus milagros. Porque sana. Acaba de suceder el milagro de los panes y los peces. Todos le buscan, quieren más. Hay una multitud en la montaña. Jesús, baja a Cafarnaún, y a la orilla del lago, de su lago, les cuenta quién es.
 
Les abre su corazón. ¡Qué difícil resulta desnudarse ante otros, contar nuestra verdad! Cuando nos mostramos como somos, somos vulnerables. Tememos que nos rechacen. ¡Cuánto bien nos hace que nos acojan! Es el momento en que una palabra de cariño o de rechazo se queda profundamente grabada.
 
Jesús les dice que Él les puede dar mucho más, que se da Él mismo. Les cuenta su misterio. El misterio que ha descubierto en noches de oración, de desierto y de camino. En conversaciones con su Padre, en la intimidad de su alma.
Él, el peregrino, el hijo del carpintero, el que cura como nadie lo hace, tocando, cuidando, perdonando, alentando, levantando, el que mira con misericordia infinita, el que come con pecadores y no tiene dónde reclinar la cabeza. Ahora les dice que es el pan de vida bajado del cielo. Que el que se acerque a Él nunca más tendrá hambre.
 
¡Cuántas veces en la vida nos sentimos valorados por lo que hacemos, no por lo que somos! ¡Cuántas veces nosotros mismos medimos a los demás por lo que hacen! Desconocemos lo que hay en el corazón. Así, estamos alejados los unos de los otros, y nos sentimos solos.
 
Jesús nos dice que es el pan de vida. Nos llama a habitar en Él y Él en nosotros, no hay mayor intimidad. Él conoce la soledad del hombre, el hambre de algo que permanezca para siempre, esa inquietud que nos hace ir de un lado a otro mendigando amor.
 
Tenemos hambre. El hombre de hoy tiene un hambre insaciable. Nada nos calma. Escuchamos la historia del pueblo judío: «Te alimentó con el maná para enseñarte que no sólo vive el hombre de pan, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios». Deut 8, 2-3. 14b-16ª. Comemos, satisfacemos la necesidad, y, en seguida, volvemos a tener hambre.
 
Nada nos calma para siempre. No estamos satisfechos eternamente. Buscamos en el mundo lo que creemos saciará nuestra inquietud. Pero no sucede. No volvemos la mirada hacia Dios cuando es Él quien puede calmar el hambre y la sed de infinito que padece el alma.
 
El alimento verdadero es Cristo. En la Eucaristía comemos a Cristo y así nos asemejamos a Él. Jesús lo dice con claridad y la verdad escandaliza: «El pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo. Disputaban los judíos entre sí: – ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: – Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y Yo en él. El que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre». Juan 6, 51-58.
 
Parece escandaloso. Podemos comernos a Dios. Ese Dios todopoderoso, inabarcable, omnipresente. Ese Dios eterno decidió quedarse a nuestro alcance. Dios no está lejos. Está aquí, presente en la Eucaristía, en el pan y en el vino. Ahí se esconde.
 
Es el sacrificio de la Eucaristía. El amor de Cristo se parte por amor. Se parte en el pan, en su cuerpo. Se derrama en el vino, en su sangre. Se esconde bajo las dos especies. Para confundir a los sabios. Para alimentar a los sencillos.
 
Dios se hace hombre, se hace pan para que podemos tocarlo y mirarlo, para que podemos recibirlo. Parece imposible tanto amor. Lo más grande en lo más pequeño. En lo más cotidiano. Dios se hace a mi medida, para que pueda contenerle, se hace cotidiano, tanto que a veces ni siquiera me asombro. Escondido el mayor milagro. El amor imposible de un Dios que se hace hombre, que se hace pan para habitar en mí.
 
Hoy Jesús, mucho antes de la última cena, ya les dice que es el pan de vida. Más adelante, ese pan se partirá, se donará por entero, se quedará con nosotros para siempre, vendrá a mí cada día que lo quiera recibir. Ya no hay nada que me pueda separar de Él. Ni su muerte, ni la mía. Les cuenta ese día en Cafarnaún que ha venido a donarse por entero, sin reservarse nada. 

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