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​¿Es posible sentir la presencia de Jesús? Mi experiencia de la misa

Santuario don Bosco Brasilia

© Moises.on / Flickr / CC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 29/05/14

Cada día apareceré en tu vida, cada día te esperaré en el Sagrario, en el corazón de las personas nobles que estén cerca de ti

Jesús se va pero volverá en medio de nuestra vida diaria: «No os dejaré huérfanos, volveré». ¡Qué humanas son estas palabras en que les dice a sus amigos que no les va a dejar, que vendrá, que volverá, que vivirá dentro de ellos, que no les dejará huérfanos! Sabe cómo se sienten.

Volverá escondido detrás de los acontecimientos, en las personas a las que amamos. Podremos volver a tocarlo en las personas heridas, sostenerlo en la cruz de los demás, hablar con Él en el altar de nuestro corazón, pasear con Él por el jardín de nuestra alma, recibirlo cada día como la persona más amada. Esa promesa de esta noche es para cada uno de nosotros.

Jesús, en su último día en la tierra, le implora al Padre por nosotros, se preocupa por nosotros. Así vivió, así muere. Mirándonos.

A veces nos pasa, en las encrucijadas del camino, en el momento de tomar decisiones importantes, cuando viene la noche o nos sentimos lejos de todos y de Dios. Entonces, en ese preciso instante, cuando nos sentimos tan solos y abandonados, viene Él y nos promete su presencia.

Y nos grita en el alma: «Te espero, volveré por ti, te llevaré junto a mí, en mi costado, en mi corazón. Cada día apareceré en tu vida, cada día te esperaré en el Sagrario, en el corazón de las personas nobles que estén cerca de ti. Nunca me voy a separar. No tiembles, hijo mío. Tu fragilidad, cuando te entregas a mí, me conmueve y hace que te lo dé todo. No me reservo nada».

A mí me pasa, en cada eucaristía, que me imagino dónde estaría yo en aquella mesa, esa noche, en aquella última cena. En realidad, en cada misa se repite ese momento. Jesús nos habla, se parte, nos bendice, nos lava los pies. Nos mira con un amor infinito.

Nos turbamos sobrecogidos al escuchar sus palabras: «Es mi cuerpo, es mi sangre». Cuando las pronuncio me siento muy pequeño, desbordado por su amor. En ese momento guardo silencio, sobrecogido, contemplo el milagro, el misterio. Tiemblo ante su promesa.

Es el amor que se da hasta el extremo, se parte, se dona, se quiebra. El amor que lava los pies, comparte la comida y la vida. Jesús me mira en esa última cena.

Hoy me mira en la eucaristía, sabe dónde estoy.Su mirada calma siempre el corazón. En cada eucaristía vuelvo a revivir la promesa. Yo mismo soy Cristo. Yo mismo soy discípulo. Abrazo el pan que se hace carne. Toco el cáliz con su sangre.

Me conmueve ese momento del Espíritu. Vuelve a suceder. Vuelve a entregar su vida por amor. Vuelve a confiarnos sus secretos, sus confidencias, su amor.

Allí, recostado sobre su pecho, allí, mirándolo conmovido, vuelvo a escuchar sus palabras y el corazón tiembla de emoción. Su presencia es real y también lo es su promesa. No nos ha dejado. Está cerca, caminando, hablando, escuchando, siguiendo nuestros pasos.

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