Bellísimo testimonio de una madre
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Hoy, en España, hay 35.000 personas con síndrome de Down, personas que llevan años levantando su voz serena ante la sociedad, exigiendo los mismos derechos que el resto, intentando explicar al mundo que son más las cosas que nos unen que las que nos distinguen, que tienen una vida plena y feliz, que no hay que tener miedo de traerlos al mundo, y que el afán de perfección es siempre un baremo imperfecto, soberbio e injusto
Si hace un año me hubieran recordado que el día 21 de marzo es el Día Mundial del síndrome de Down, lo habría valorado durante dos minutos y lo habría borrado de mi mente, tan llena de esas cosas que uno piensa son importantes. El ser humano tiene la triste capacidad de eliminar rápidamente del registro lo que no le incumbe de una manera directa, en un egoísta y en cierto modo comprensible mecanismo de autodefensa. Este año, en cambio, a mí, a nosotros, a toda mi familia, nos ha tocado despertar a la realidad del síndrome de Down, ese gran desconocido (junto con todos los otros síndromes, discapacidades y enfermedades raras) para la gran mayoría.
Yo formaba parte de esa mayoría para quienes el síndrome de Down es ese lugar de la memoria poblado de niños eternos cogidos de la mano de sus padres, arrinconados en los confines de sus limitaciones, lejos de las alegrías del mundo. Pero en apenas tres meses -los tres meses que cumple ahora nuestro pequeño Francisco- he aprendido sobre este síndrome más que en toda mi vida. He leído libros, hablado con padres, consultado a asociaciones especializadas, buceado en todos los rincones de Internet y visto miles de vídeos hasta darme cuenta, por fin, de lo equivocadísima que estaba.
Serenas lecciones de vida
-«Dejad de murmurar en el pasillo y decidme qué le pasa a mi niño».
Francisco, el bebé más esperado y querido del mundo, acababa de nacer hacía apenas unas horas y estaba en la incubadora porque necesitaba algo de oxígeno. Nació rubio, rubísimo, hasta el punto de sorprender al anestesista, y blanquísimo de piel, hasta el punto de indignar a su padre, un moreno de ojos castaños que trataba de encontrar en su retoño algún parentesco físico: «¡Sólo ha heredado las orejas..!» Tras los primeros momentos de alegría, y todavía en la nebulosa que sigue al parto, lo veía susurrar junto a mis padres, con tono sombrío, lejos de mi cama. Me asusté mucho.
-«Decidme qué le pasa a mi niño, ¿tiene algo? ¿Es grave?»
Mi marido se acercó a mi cama, y ahogando un sollozo, me dijo: «Tiene rasgos Down. Francisco tiene síndrome de Down…» Sorprendentemente, no me sentí triste, pero estaba en shock: durante todo el embarazo nos habían dicho que el niño venía perfecto. Y sin embargo, aquí estaba Francisco, con su síndrome y su cardiopatía severa que habría que operar en unos meses. De pronto, todos los proyectos, ilusiones y fabulaciones que uno genera mientras espera a que nazca un hijo se derrumbaron. Por mi cabeza pasaban todos los tópicos recordables y a ratos me invadían oleadas de miedo, el miedo que produce el monstruo del desconocimiento. ¿Qué vida llevaría mi hijo? ¿Cómo saldría adelante? ¿Cuánto y cómo viviría? ¿Cómo se educa a un niño con síndrome de Down? Pensé en lo importantes que son los pequeños detalles y el largo plazo en las cosas de Dios: al principio, uno no entiende nada, pero cuando, con el paso del tiempo, contempla los trazos de la vida con perspectiva, todo cobra una luz nueva. Recé en silencio: «Señor, Tú nos lo has dado, danos ahora fuerzas para sacarlo adelante».
Hoy me doy cuenta de que la oración tenía que haber sido otra: «Señor, dale a mi hijo paciencia para soportar a unos padres tan torpes, tan flojitos y tan ignorantes». Porque, afortunadamente, algo hemos aprendido.
Francisco se ha encargado de demostrarnos que es un bebé que sólo se distingue de los demás por un invisible cromosoma extra. Y no ha dejado de darnos serenas lecciones de vida. Aunque sabemos que esto no ha hecho más que empezar, Francisco nos ha enseñado a no proyectar más allá del maravilloso día a día, a disfrutar mucho más de las cosas pequeñas, de los pequeños logros conseguidos con un mayor esfuerzo, como cuando intenta levantar la cabeza en una simpática lucha sin cuartel contra su hipotonía muscular. Nos ha enseñado a dar gracias a la vida, sin preocuparnos más que lo justo por lo que pueda ocurrir mañana. Y, lo más importante, nos ha enseñado a conjugar el verbo amar y a desterrar el adjetivo perfecto en una sociedad competitiva que tiende a rechazar a los más débiles.
Escrito por Mar Velasco. Artículo publicado en Alfa y Omega