Dejó una obra ingente de iniciativas culturales y sociales y algo todavía más grandeChiara Lubich, fundadora de la Obra de María, más conocida por Movimiento de los Focolares, tiene una hermosa oración:
“Te doy gracias, no porque he aprendido a decírtelo, no porque el corazón me sugiera esta palabra, tampoco porque la fe me haga creer que eres amor, ni siquiera solamente porque has muerto por mí. Te quiero porque has entrado en mi vida más que el aire en mis pulmones, más que la sangre en mis venas. Has entrado donde nadie podía entrar, cuando nadie podía ayudarme, cada vez que ninguno podía consolarme”.
La oración continúa diciendo cosas que hacen que el mundo se pare, que hacen sucumbir al misterio de la vida. Al final dice así:
“Concédeme estarte agradecida –al menos un poco- por el tiempo que me queda, a este amor que has volcado en mí, y me ha obligado a decirte: te quiero”.
Es especialmente hermosa la expresión “por el tiempo que me queda”. También ella dijo una vez que sólo quería una cosa en la vida: vivir intensamente lo que rezamos en el Ave María: “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.
Tener a María, o mejor, ser “otra María”, siempre, ahora y en la hora de la muerte.
Chiara dejó una obra ingente de iniciativas culturales y sociales, de frutos sorprendentes en el diálogo ecuménico, interreligioso, y con personas de convicciones diversas.
Dejó un pueblo inmenso diseminado por todo el mundo de consagrados y consagradas, sacerdotes y religiosos, familias, jóvenes, niños, que vieron en su modo de testimoniar el evangelio un camino de santidad para nuestro tiempo.
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Pero hay todavía algo más importante que nos dejó, como han hecho todos los grandes hombres y mujeres de Iglesia de todos los tiempos: nos dejo un amor inconmensurable.
Porque si amó tanto a Dios, y si amó tanto a los que pasaron a su lado en la santo viaje de su vida, mucho más aún nos dejo la certeza, límpida, transparente, luminosa, y asombrosa de que Dios la amaba a ella inmensamente.
De hecho, su aventura empezó aquel día en que a la petición de un sacerdote para que ofreciese una hora por él, ella le respondió que por qué sólo una hora, que ofrecería todo el día por él.
Y aquel sacerdote la dijo algo que ella guardó en su corazón como el gran tesoro de su vida, hasta el último respiro: “Dios la ama inmensamente”.