Resistencia profética y no-violencia
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A lo largo de los siglos, muchos cristianos han llegado a justificar, e incluso, bendecir acciones violentas. Parte de la contradicción radica en una falsa imagen de Dios como un ser castigador y en una fe que olvidó su referencia a la praxis profética de Jesús.
Jesús nos muestra una propuesta insólita de no-violencia, cuyo potencial para producir cambios es inimaginable si ejercemos acciones concretas de resistencia profética, como las que él mismo hizo al optar por las víctimas, denunciar el empobrecimiento y acercarse a los enfermos. La existencia de víctimas desenmascara la parcialidad de un sistema judicial (Lc 18,2), la pobreza muestra el fracaso de las políticas socioeconómicas (Mt 20,6-7) y el abandono a los enfermos revela nuestra indolencia. Hacerse cargo de estas tres realidades representó para Jesús un proceso de «conversión» que lo llevó a vivir buscando la justicia (Mt 5,10-11; 6,33), practicando la solidaridad (Lc 2,21; Mt 25,35) y sanando (Mt 25,36).
La no-violencia no es, pues, inacción o resignación. «Poner la otra mejilla» (Mt 5,39) no significa renunciar a los derechos y entregarse al violento. Es un llamado a no ser como el victimario. Jesús se lo advierte a Pedro: «los que a hierro matan, a hierro mueren» (Mt 26,52). La violencia comienza con palabras y puede crecer hasta convertirnos en víctimas de nosotros mismos (Gn 9,6).
La no-violencia pertenece a la ética de la resistencia activa. Forma redes eficientes de protesta social que atraen por el testimonio de las personas. Ghandi, Luther King y Mandela hicieron de ella el modo para lograr cambios y caminos de liberación que, para muchos, parecían imposibles. Estos hombres provocaron salidas políticas frente a ideologías totalitarias frenando así la posibilidad de una mayor violencia.
No nos damos cuenta de lo inmersos que estamos en la violencia con nuestras palabras y acciones, viviendo a la defensiva y bajo la sombra de una profunda indolencia. Ello significa que nos hemos acostumbrado a convivir con el mal (Sal 36,4) y hemos pasado a ser cómplices de lo que ocurre (Os 4,2).
La praxis de Jesús es muy clara. Su rechazo al «homicida» es absoluto (Jn 8,4-7; Ex 20,13), porque cuando se mata a alguien, se mata a un «hermano» (Gn 4,9-10). Aún más, no solo matamos físicamente, sino también con acciones y palabras, con cólera y odio (Mt 5,21s; 1Jn 3,15).
Sí es posible estar a la altura de los retos de una época y sanar a una sociedad para que no haya más víctimas, pobres ni enfermos. Pero no es Dios quien tiene que cambiar de actitud y hacer algo por el mal que nos afecta, sino nosotros mismos los que tenemos que cambiar y no ser indolentes ante el mal. No podemos seguir en el papel pasivo de observadores, pues todos estamos siendo afectados. Solo cuando venzamos la indolencia y la resignación, podremos decir que «ya no habrá muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas» (Ap 21,4).
Rafael Luciani
Doctor en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani