La santidad y el sagrario, inseparablemente unidosEn el norte de España, el río Nervión pasa por Bilbao y desemboca en el bravo mar Cantábrico, dejando a su derecha una zona residencial lujosa y a su margen izquierda una zona industrial metalúrgica y obrera; ahí, un día primero de noviembre, celebración de “todos los santos”, un sacerdote de mediana edad que rebosaba inquietud social y tenía buena química con las familias de trabajadores, nos explicaba el motivo de esta celebración.
Nos decía que hay en el santoral católico más de 6.500 santos que la Iglesia nos pone como modelo de personas que han seguido de cerca de Cristo y como intercesores que nos ayudan en nuestro afán diario; colaboran con nuestro Ángel de la guarda para resolver las necesidades materiales y espirituales. Nos aclaraba que hay otros muchos santos que la Iglesia no ha canonizado y, aún más, nos decía “vosotros sois santos, en la medida que lucháis cada día por ser buenos cristianos; por eso hoy celebramos también la fiesta de todos los que luchan por la santidad”.
Sus palabras me recordaron mi infancia cuando mi padre, por la mañana, bien temprano, nos juntaba a sus hijos en el carro para distribuirnos en los distintos colegios, algunos días, no todos, pedía a alguno de los mayores que sacara y leyera un misal de la guantera, en el que se narraba muy resumidamente la historia del santo de cada día; era un buen truco para ponernos el modelo de esas personas y animarnos a imitar a ese tipo de héroes, y no los que la sociedad de consumo nos presenta.
A las afueras de Madrid
Madrid, como muchas grandes capitales, está en constante expansión urbanística que va creando nuevas zonas residenciales. Hace años, en uno de esos lugares, asistía a la inauguración de una parroquia en un local provisional mientras se conseguían los recursos para construir un templo nuevo; era prácticamente una nave, un gran garaje.
El párroco, un hombre entusiasta, nos explicó como entre todos los colaboradores se habían esforzado en limpiar, pintar y mejorar aquel modesto lugar para iniciar las actividades parroquiales. En uno de los laterales del presbiterio se había colocado, con buen gusto, una pequeña mesa, con unas velas, para el sagrario.
Nos dijo que, de buena gana, el gasto más grande de esos inicios, había sido precisamente el sagrario, que participáramos de su satisfacción porque tenía el pleno convencimiento de que el sagrario, la presencia eucarística de Cristo real, era en centro de las actividades de la parroquia y de cada uno de sus fieles; que poniendo al sagrario y a Cristo como piedra angular del templo, no se tardaría en disponer de un templo verdaderamente digno como casa de Dios y que no dejáramos de visitar un ratito cada día a Jesucristo en ese sagrario. Puedo confirmar, porque lo vi, que en año y medio se había construido un sencillo pero muy digno templo parroquial.
Mañana publicamos: La moda de los curas